La alternancia entre los partidos Republicano y Demócrata ha sido consecutiva desde la presidencia de George H. W. Bush, aunque solo él y Donald Trump cubrieron un solo periodo. Bill Clinton, George W. Bush y Barack Obama, fueron reelectos. De las seis elecciones comprendidas en ese periodo (1988-2020), tres resultaron controvertidas, sobre todo la última. Bush y Trump consiguieron menos votos populares que Al Gore y Hillary Clinton, pero ganaron con votos electorales. Los perdedores, excepto Trump, aceptaron su derrota y el país pagó las consecuencias.
El proceso del 3 de noviembre pasado fue uno de los más complejos y exhibió las grietas del sistema electoral estadounidense, así como el deterioro de la democracia en el imperio que se jactaba de ser el campeón de las libertades y la justicia. Trump excedió con creces los pronósticos de una presidencia infame. Demostró, contra el criterio común, la existencia de algo peor que un político embriagado de poder en la Casa Blanca: un empresario racista, lunático y mitómano. Sin embargo, Trump, en Estados Unidos; Boris Johnson, en Reino Unido; Andrés Manuel López Obrador, en México; y Jair Bolsonaro (exmilitar), en Brasil, son producto de la realidad política, cultural, económica y sociales de sus respectivos países. También de sus pulsiones.
El ascenso al poder de populistas de izquierda y de derecha es consecuencia del agotamiento de los partidos tradicionales, de la falta de visión y sensibilidad de una clase política anquilosada y corrupta, de la decepción democrática y de la impaciencia e indignación ciudadanas por la concentración de la riqueza y la falta de oportunidades para las mayorías. La democracia en el pasado no era tan exigida porque el mundo marchaba a otro ritmo, pero la globalización y las tecnologías de la información abrieron ventanas a la inconformidad.
Los populismos han demostrado ser igual de nocivos que el neoliberalismo tecnocrático, sobre todo en América Latina, pero, a diferencia de este, venal, predador y excluyente, aplican políticas orientadas a lograr crecimiento económico y justicia social, muchas veces fallidas por ilusorias o mal implementadas. Cuando, en una gira por Canadá, Peña Nieto quiso atacar a Andrés Manuel López Obrador por pertenecer a esa corriente, Barack Obama lo atajó: «Yo soy un populista», pues el populismo —dijo al iletrado— busca apoyar al pueblo, y en especial a la clase obrera. Trump acusó a Obama y a Biden de ser socialistas.
Para los comicios presidenciales de este año en Chile, Ecuador, Honduras Nicaragua y Perú, y legislativas en México y Argentina, «hay un creciente consenso en círculos financieros y diplomáticos de que este ciclo electoral podría inclinar a América Latina hacia el populismo de izquierda», dice el periodista Andrés Oppenheimer. El multipremiado autor duda que tal cosa suceda, pero, de ocurrir, «sería una mala noticia para el presidente Joe Biden», pues tendría en la región un clima «menos amigable con Estados Unidos» (Reforma, 18.01.21).
El presidente Biden afronta retos formidables. No llega al Despacho Oval con la aureola victoriosa de Obama, sino con el estigma de la ilegitimidad fabricado por su rival republicano, que legiones dan por cierta, según se observó en el asalto al Capitolio del 6 de enero. La democracia y la sede legislativa de Estados Unidos no fueron dinamitadas con explosivos, como ocurre en la ficción, sino con los misiles de la verborrea y la ira de un demagogo incendiario. La primera tarea de Biden, y acaso la más ardua, consiste en reconciliar al país y devolverle la grandeza y el respeto fincados en la libertad, la democracia y la tolerancia, no en el supremacismo y en la fuerza. Tener mayoría en el Congreso es un alivio, pero la corriente trumpista intentará por todos los medios descarrilar su presidencia.