Se va y se va, se fue y se fue…

La vida va con nuestra venia y sin ella, y es una pena que esta regla inexorable pase para muchos sin pena ni gloria, quizá si se tuviera siempre presente habría más cuidado en ponderarla y no se iría en pitos y flautas. Es tan corta la vida de los humanos, comparada con la de otros entes vivos que pueblan la tierra, que desperdiciarla en naderías debiera producir cargo de conciencia. Pero en fin. El hecho es que 2023 se fue y 2024 llega.

¿Por qué no hacemos un balance de lo vivido en lo personal, lo social, lo espiritual, lo emocional, lo profesional? Tal vez nos aporte para plantearnos los propósitos del que inicia y nos dé luz para cumplirlos. Acabamos de festejar con la familia y los amigos el año que cierra y de brindar por el que inicia. Me parece estupendo que del 31 de diciembre al 1 de enero nos invada el sentimiento de que vendrán mejores cosas, que tendremos los arrestos para impulsar nuestros sueños y convertirlos en realidad. Es esencial inundarnos de optimismo, pero asumiendo con ello la responsabilidad que implica de parte nuestra tomar las decisiones y acciones ad hoc para cristalizar lo que anhelemos, porque la magia en esto no tiene nada que ver. Son la voluntad y la inteligencia las que juegan un papel determinante.

No han sido años fáciles los posteriores a la pandemia, su azote nos dejó a la intemperie en muchos aspectos, nos mostró carencias, debilidades, y surgió el grito de que hay un montón de cambios que tenemos que hacer no solo en el seno del mundo del que somos parte, sino también en nuestras emociones, en nuestros pensamientos y sobre todo en nuestro actuar, porque todo ello nos afecta y les afecta a otros, para bien o para mal. Reflexionemos al respecto, hagamos un recuento de lo que hemos aprendido en las horas difíciles. Démonos un momento de silencio, cerremos los ojos y respondamos sin ambages las preguntas que nos den luz para nuestro viaje interior.

Tenemos que aprender a valorar las cosas simples de nuestra cotidianeidad porque son las que le dan luz a nuestra vida, como el milagro de abrir los ojos cada mañana y encontrarnos con la maravilla del sol besando nuestros párpados, o el cielo nublado del invierno, y el olor del café y de los huevos revueltos que nos viene desde la cocina, o el ruido del motor del coche del vecino y los ladridos de los perros y el ponernos de pie para empezar la jornada. Cosas tan simples que nos recuerdan que estamos vivos y que no todo el mundo tiene tan hermoso y vibrante privilegio.

Y son estas precisamente las que olvidamos cuando estamos sanos, en plenitud, las cosas sencillas, maravillosas, como convivir con la familia, con los amigos, reír a carcajadas, viajar, movernos con entera libertad. Solo cuando se pierden, tristemente, se valoran en toda su magnitud. Nada más sopese lo que significan para una persona postrada en cama por enfermedad, o la de los presos en una cárcel… Pongámonos por un instante solamente en los zapatos de un ucraniano o de alguno de los habitantes de Israel o de Gaza, pero de los de a pie, de los que salían a trabajar todos los días para llevar el sustento propio y el de su familia a casa, de los hombres y las mujeres sencillos que igual que usted y yo, anhelan la paz y la serenidad de un país en el que la guerra, la desgraciada guerra por el poder sin límites, tope en lo que tope, y cueste lo que cueste en vidas, sea asunto que solo se ventile en los noticieros de la radio, la televisión y las redes… pero no se viva en carne propia.

Pero para esas personas ese mundo no existe, se acuestan y se levantan con la muerte en los ojos y la respiran a mañana, tarde y noche. Definitivamente, «el hombre es el lobo del hombre». No hay criatura más dañina y perversa que el ser humano. Somos un ente de contrastes impresionante. Porque así como hay basura que se dedica a desgraciar la existencia de millones de congéneres, también los hay que iluminan con creces cuanto tocan. Nomás, nomás… que se notan menos.

Vivimos tiempos de incertidumbre colectiva. Si no podemos componer el mundo, al menos ocupémonos del pedacito en el que discurre nuestra vida, hagamos del mismo un sitio amable, un oasis en medio de la debacle. ¿Hace cuánto tiempo que no nos detenemos a observar nuestra vida? ¿Hace cuánto tiempo que no nos dedicamos aunque sea un rato para definir o para replantear nuestros motivos existenciales, o hasta de cambiar el derrotero?

¿No le parece que ya es hora? Permítame compartirle un soneto que quizá despierte en usted el deseo del autoexamen: «Si para recobrar lo recobrado, debí perder primero lo perdido. Si para conseguir lo conseguido tuve que soportar lo soportado, si para estar ahora enamorado fue menester haber estado herido, tengo por bien sufrido lo sufrido, tengo por bien llorado lo llorado. Porque después de todo he comprobado que no se goza bien de lo gozado, sino después de haberlo padecido. Porque después de todo he comprendido que lo que el árbol tiene de florido, vive de lo que tiene sepultado».

El poema es del escritor y diplomático argentino Francisco Luis Bernárdez.

¿Cómo andan las raíces de nuestro árbol? ¿De qué lo estamos nutriendo?

¿En qué aguas abreva nuestro espíritu para mantenerlo sano y fuerte? ¿Cuánto tiempo le otorgamos a su cuidado? ¿Hace cuánto tiempo que no dialoga con usted mismo? ¿Con su pareja, con sus hijos, con sus padres? ¿Está satisfecho con usted mismo? ¿No hay nada que aportarse o de lo que deshacerse? Yo me lo estoy cuestionando todo esto, porque no se vale ir por la vida nomás caminando sin hacer pausas, hay que detenernos por instantes y ver lo que hay a nuestro derredor, no tenemos ni idea de lo que nos privamos en nuestro andar de prisa…

Solo los dioses o las bestias pueden vivir en soledad, afirmaba el maestro de Estagira, y ni usted que generosamente me lee, ni yo, somos ni lo uno ni lo otro. ¿Hemos cuidado nuestras relaciones familiares? Hagamos un pase de lista, es tiempo, insisto, de que hagamos reconsideraciones. Evaluémonos, no le saquemos la vuelta. Estamos vivos, estamos a tiempo.

No somos lobos esteparios, vivimos en el seno de una comunidad, formamos parte de un país, el país es México. Revisemos nuestra actuación ciudadana. ¿Nos hemos hecho cargo de nuestros deberes como tales? ¿Conocemos nuestras obligaciones como mexicanos y como ciudadanos? ¿Qué significa México para nosotros? ¿Nos importa lo que aquí sucede o somos de los que estimamos que ese es asunto de la política y de los políticos? La indiferencia en esos menesteres cobra una cuota muy alta. ¿Le satisface la actuación de sus representantes en los congresos —local y federal— y en los tres niveles de Gobierno? La prosperidad de una nación depende en mucho de la participación de los gobernados, o sea de usted y de mí y por supuesto de los 98 millones de electores que conformamos el padrón de votantes, y también de lo que les estamos enseñando a los que aún no sufragan.

Hay datos fríos que arrojan la realidad de nuestro país, correspondientes al 2023 que terminó. Le comparto algunos, son públicos y usted puede consultarlos. Van: disminuyó la pobreza pero aumentó la pobreza extrema, el número de personas con carencias sociales. En 2018, 25 millones de personas (20.2% de la población) vivían con al menos tres carencias sociales y para 2022 eran 32.1 millones de personas (24.9%). Asimismo, el Coneval informa que se duplicó la población sin acceso a salud y creció el rezago educativo, este se agudizó en el país y el alumnado obtuvo los menores puntajes en la prueba PISA 2022, que mide habilidades en matemáticas, lectura y ciencias. Tenemos mucho que remontar ¿Cuánto vamos a aportar nosotros desde nuestro ámbito de actuación para que así suceda? Feliz Año Nuevo. Bienvenido 2024.

Licenciada en Derecho, egresada de la UNAM. Posee varios diplomados, entre los que destacan Análisis Político, en la UIA; El debate nacional, en UANL; Formación de educadores para la democracia, en el IFE; Psicología de género y procuración de justicia. Colabora en Espacio 4, Vanguardia y en otros medios de comunicación.

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