Sectas que derribarán gobiernos

La sectarización social es la plaga del mundo moderno. Y pido disculpas, de antemano, por emplear un término que nuestro diccionario aún no recoge, pero no encuentro mejor palabra para dar a entender este proceso —¿evolutivo?— en el que se dividen y subdividen, sin límite ni pausa, los grupos humanos a partir de una infinidad de criterios, pero que, sin importar cuáles sean estos, no ofrecen como resultado simples colectivos, núcleos o sectores, sino verdaderas sectas con la consabida dosis de exclusivismo, impenetrabilidad y celo que las caracterizan.

Lo que ha funcionado tan bien en áreas científicas y de producción —la especialización del conocimiento y la división del trabajo son los mejores ejemplos para cada uno— está minando la sociedad, descomponiéndola desde su interior como un cáncer que hace metástasis en conflictos raciales, migratorios, ambientalistas, religiosos, nacionalistas, xenofóbicos, de género y cuanta dimensión humana nos diferencie y sirva de pretexto para implantar pequeños feudos donde rige siempre el mismo principio de exclusión: si no estás conmigo, estás en mi contra.

No en balde hoy se habla tanto sobre la dictadura de las minorías. Células sociales que imponen sus criterios a modo de verdades absolutas y que suelen cubrir su esencia extremista con un leve barniz de justificación histórica, salpicado por la necesidad de cambio. Esto último representa una ficha por la que se puede apostar, sin mucho riesgo, entre las generaciones más jóvenes y funciona de maravillas como la flauta de Hamelín guiando a ratas embelesadas por un sonido que las atrae, pero no comprenden.

Esa constituye la principal fuerza de los caudillos sectarios. Hacerse escuchar con verdadero escándalo en medio de una comunidad pasiva que espera por el mesías capaz de salvarlos de su condición de borregos. La ignorancia, sin embargo, no le permite a la manada diferenciar a líderes verdaderos de payasos, fanáticos y charlatanes. No se percatan —no pueden— que quienes los exhortan e intentan convencerlos a toda costa, no tienen la razón, tienen el micrófono. Nada más.

Sin embargo, contar con la capacidad de hacerse escuchar en el seno de una sociedad falta de educación, conocimiento y criterio propio ya les ha causado réditos. Algunos verdaderamente absurdos.

En la liga nacional de futbol americano (NFL por sus siglas en inglés), los propietarios de los Pieles Rojas de Washington accedieron a cambiar el nombre del equipo para no parecer racistas. A pesar de que por 87 años usaron ese calificativo como muestra de homenaje hacia los primeros pobladores de Estados Unidos y los nativos, tras varias encuestas, dijeron no sentirse ofendidos en lo absoluto. Pronto salió a la luz la verdad. La presión no tenía corte racista sino comercial. El patrocinador de su estadio, la empresa de mensajería
FedEx, impuso realmente la medida so pena de abandonarlos y arrastrarlos a la banca rota.

Algo similar había ocurrido ya con la conocida marca mexicana Negrito. De un día para otro —el 18 de noviembre de 2013, para ser exacto— se convirtió en Nito. Así la empresa Bimbo se adelantaba a posibles cuestionamientos acerca de la igualdad y los derechos humanos.

De vuelta en Estados Unidos, la tierra de las libertades, manifestantes contra el racismo y la xenofobia destrozaron estatuas de Cristóbal Colón en las ciudades de Massachusetts, Minnesota, Florida y Virginia por considerarlo un símbolo de los abusos cometidos por los conquistadores contra los pueblos indígenas.

Las cosas se ponen aún peores. Disney+ bloqueó varios dibujos animados clásicos por contener imágenes que también podrían ser consideradas racistas. Los Aristogatos, Dumbo, Peter Pan, El libro de la selva y La dama y el vagabundo, entre ellas. En algunos casos se les agregaron cintillos, a modo de alerta, al inicio de la cinta. «Este contenido incluye representaciones negativas o tratamiento inapropiado de personas o culturas. Estos estereotipos eran incorrectos entonces y lo son ahora», se puede leer.

En un mundo de absurdos, la estupidez cobra lógica. Solo por eso, ante la amenaza de la castración cultural, prefiero el uso de mensajes de advertencia —o persuasivos, según convenga al lector (del mensaje, no de esta columna)— porque con ello se complace a los extremistas y, con el tiempo, llega a pasar inadvertido para las personas comunes. Más o menos lo mismo que sucede con el lema «El abuso en el consumo de este producto es nocivo para la salud» en las botellas con bebidas alcohólicas. Es decir, nada.

No sé si Pepe Le Pew, cuya cabeza está ahora bajo la guillotina de la censura, tendrá la suerte de salvarse con uno de esos mensajes. El famoso zorrillo está acusado de fomentar el acoso, la violación y el abuso sexual entre niños y niñas. De cualquier forma, no sé qué opción resulta menos agresiva y ominosa. Si decapitarlo de una vez o pasearlo por las pantallas, antecedido por su condición. Más o menos lo mismo que hicieron los nazis con los judíos, a quienes obligaron a usar un estandarte con la estrella de David para identificarlos.

¿Qué debemos esperar en el futuro? Quizás en las grandes ligas de béisbol, los Indios de Cleveland también cambien su nombre. O lo haga la cerveza mexicana. Supongo que, para ser consecuente, así como pretenden linchar a Pepe Le Pew, habría que hacer desaparecer a Betty Boop, Jessica Rabbit o Holli Would por ser responsables de proyectar una imagen lasciva de las mujeres y hacerlas ver —perdonen el lugar común— objetos sexuales. Si creen que exagero, comprueben las transformaciones a que fue sometida Lola Bunny en la nueva película Space Jam: A New Legacy, para no desatar la ira de las minorías.

En política, por un tiempo, los partidos funcionaron como sectas, solo que la corrupción y el desplome de los principios que los crearon han permitido una flexibilidad que ya raya en el descaro. Por eso es tan fácil ver cómo sus integrantes saltan de un partido a otro argumentando razones —literalmente— increíbles.

¿Qué sucederá cuando la sectarización haga escala en la política y, por consiguiente, en los sistemas de gobierno? Se impondrá con mayor fuerza en las naciones el autoritarismo, las ideologías forzadas y la penalización de pensamientos divergentes. Ya ha ocurrido antes, solo que ayer se erigían sobre la memoria de mártires, causas religiosas o principios rebuscados en los anales de la historia. Mañana, en cambio, se fundarán a partir del oportunismo y la defensa ciega de conceptos arreglados a medida. Será otra vez la ignorancia —y no la igualdad o la justicia que pretenden enarbolar algunos— la que nos termine pasando factura. El odio ganará terreno y habremos creado para entonces una nueva Torre de Babel, donde todos hablaremos el mismo idioma, pero aun así no podremos entendernos.

La Habana, 1975. Escritor, editor y periodista. Es autor de los libros El nieto del lobo, (Pen)últimas palabras, A escondidas de la memoria e Historias de la corte sana. Textos suyos han aparecido en diferentes medios de comunicación nacionales e internacionales. Actualmente es columnista de Espacio 4 y de la revista hispanoamericana de cultura Otrolunes.

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