Sólo el presidente Andrés Manuel López Obrador se atreve a trivializar y tergiversar lo que ocurrió en la gira de la candidata Claudia Sheinbaum en Chiapas, donde un retén de encapuchados la retuvo por algunos minutos. ¿De parte de quién? La crónica de Latinus, único medio que cubrió el evento fue de personas de la comunidad que guardaron sus armas al momento de la retención. El presidente dice que fue un montaje del medio y la candidata insinúa algo semejante. La realidad es que Chiapas es un estado sin ley, los encapuchados o los grupos de autodefensa bien pueden pertenecer o estar alineados a algunos de los grupos criminales en pugna. Como quiera, fue sumamente grave, y se equivoca el presidente, la candidata sí estuvo en riesgo.
No asombra que López Obrador insista en imponer su realidad de que en el país se viven condiciones muy satisfactorias en seguridad. Lo dice a pesar de la evidencia, allí están las muy elevadas cifras de homicidios dolosos y de desaparecidos en sus máximos históricos. Son muchos los territorios al margen del control del Estado. Lo ocurrido en Chiapas se repite en numerosas partes del país, incluso en carreteras primarias. Evidencia de que la estrategia de seguridad no ha dado resultado. Pero el presidente tiene otras cifras, replicadas por sus subordinados y aliados políticos.
Se asume que la candidata presidencial tiene un esquema de seguridad que la debiería proteger de cualquier encapuchado y deja al descubierto la vulnerabilidad de todos los candidatos y de la misma población. No son aceptables ni permisibles los retenes que no tengan una expresión institucional y de apego a la ley. La obstrucción de las vías de comunicación es delito, no para el presidente para quien la ley no es la ley y en todo caso el evento es un montaje de sus supuestos enemigos, parte de la competencia electoral.
En El Mante, Tamaulipas asesinaron a un candidato más, ahora del PAN, un alcalde bajo licencia, Noé Ramos, quien buscaba su reelección. La polémica no debe ser si pidió o no protección, sino las condiciones que existen en muchas partes del país para que homicidas puedan actuar en plena luz del día en el marco de las actividades del proselitismo político de candidatos, que adquiere relieve es la inseguridad y esa es la realidad para todos en muchas partes del país, como muestra la macabra cifra de homicidios y desaparecidos.
Por si no fuera poco, Jenaro Villamil, titular del sistema público de radiodifusión del Gobierno federal presume una camiseta que invoca el silencio a los críticos de López Obrador con la imagen de la santa muerte. No es una travesura desafortunada, es un poderoso mensaje de intimidación. En el país que tiene cifras de homicidios propios de una guerra civil, uno de los directivos a cargo de la propaganda oficial envía un mensaje intimidante además de misógino «un verdadero hombre nunca habla mal de López Obrador» al hacer uso de un emblema popular asociado al crimen organizado.
La conducta de Villamil es demencial, inaceptable en todo sentido y es muestra del extremo de degradación del lenguaje y los símbolos del poder a la que ha llevado del presidente. Difícil presentarlo como un desliz frívolo, es una exigencia, amenaza de por medio de silencio a la crítica, un acto de inequívoca intimidación.
La elección transita en la ilegalidad por dos consideraciones y a la vista de todos: primero, la persistente interferencia del presidente en el proceso electoral y con él la de su Gobierno y la de sus aliados en los Gobiernos locales y municipales; segundo, la incursión del crimen organizado. La parcialidad en lo primero y la indolencia en lo segundo hace pensar en un deliberado propósito de restar legitimidad al proceso electoral y particularmente a sus resultados. A pesar de las condiciones aparentemente favorables, López Obrador no opta por la democracia, sino por alterar en sus fundamentos las premisas para el voto libre e informado.
La elección próxima plantea signos muy preocupantes de ilegalidad que impactan la legitimidad, no sólo por su desenlace en caso de favorecer al oficialismo, sino porque todo indica que el diseño presidencial es hacer del 2 de junio no el fin de la competencia por el poder, sino una simple aduana donde la política se desborda y se desentiende de las reglas, instituciones y prácticas propias de la democracia, todo ello en detrimento de la credibilidad del resultado de la elección.
El dilema del 2 de junio
Llama la atención que personas de singular talento y cultura reducen la elección a optar por Claudia Sheinbaum o Xóchitl Gálvez. No es casual, la presidencia de siempre es el eje de la vida pública y mucho más con lo que ha ocurrido durante el Gobierno de López Obrador. No puede obviarse que Andrés Manuel no sólo ganó con una convincente mayoría reconocida por sus competidores y el Gobierno opositor saliente, también las Cámaras, la de Diputados con mayoría calificada y el Senado con una robusta mayoría. Fue un triunfo total; moral, político y electoral. No será así lo que venga y desde ahora se anticipa, especialmente si prevaleciera el oficialismo, que la elección no concluye; sería el inicio de la verdadera disputa por el poder.
Efectivamente, el juego adelante será diferente y difícil para que subsista el oficialismo en términos análogos a 2018, a pesar de los estudios de intención de voto que anticipan una ventaja de Claudia Sheinbaum, algunos incluso en una proporción mayor a la de López Obrador hace seis años. La próxima elección es incierta. No se puede descartar la alternancia y la concurrencia de las elecciones locales invitan a pensar sobre el regreso de la pluralidad al Congreso, a pesar de la cada vez más ostensible elección de Estado.
Claudia Sheinbaum ha sido clara, al igual que su mentor y promotor, de plantear a los votantes el dilema de transformación o el regreso al régimen de la corrupción y los privilegios. No importa que en los resultados la transformación haya sido destrucción de logros de los Gobiernos anteriores y que infinidad de impresentables del pasado se hayan reciclado en el régimen de la 4T; la corrupción se regodea y recrea en el cinismo de unos y complacencia de otros. La militarización de la vida pública es una clara traición a la izquierda y a las mismas fuerzas armadas, no se diga la venalidad y el deterioro del bienestar de la población a pesar de los programas sociales. El desplome educativo, de la salud y la creciente inseguridad vuelven impensable un triunfo arrollador, a pesar del impacto por el clientelismo de los programas sociales y de la influencia electoral del crimen organizado.
La democracia es de números, de aritmética; gana quien más votos tiene y a quien más legisladores se le asignan. Sobre la expresión cuantitativa, determinante, subyace la cualitativa y remite a la legitimidad, que no se puede soslayar porque al final de eso se trata la democracia, resolver civilizadamente la competencia por el poder; las elecciones son adjetivo; la legitimidad, sustantivo. Esto sería la debilidad mayor del oficialismo en el supuesto de que los números le favorecieran. La manera como se ha desarrollado la elección plantea un déficit de legitimidad que entraña varios problemas, principalmente el de carácter legal. El piso disparejo, la interferencia del presidente en la elección y la presencia del crimen organizado presentan un escenario diferente respecto a la elección presidencial precedente. Sin embargo, la ilegalidad no se invoca, se prueba y habrá de decidirse por instancias parcialmente colonizadas.
El dilema del 2 de junio no es una candidata, un partido, ni la posibilidad de una sanción social por el abuso del Gobierno. La situación es considerablemente más delicada a la luz de la iniciativa presidencial de cambiar la estructura del edificio democrático para transitar a un régimen autocrático, vertical. No se sabe si prevalecerá la formalidad para que la nueva presidenta mande, o bien, un instrumento del líder moral de la causa redentora, de la transformación que pretende moldear a su modo a las instituciones y el régimen político.
El dilema de la elección próxima es democracia o tiranía si se diera la continuidad del régimen y las condiciones para que el oficialismo alcanzara la mayoría en el Congreso. No se trata de ganar la elección —el medio—, se pretende utilizar la vía democrática para acabar con la democracia; con las condiciones legales, institucionales y políticas que acotan el poder a través del imperio de la Constitución, y eliminar tanto el equilibrio de poderes como la actuación de órganos constitucionales autónomos. No solo eso, la propuesta de cambio constitucional regresaría el Congreso a la sobre representación de la minoría mayor y la exclusión de la pluralidad en el Poder Legislativo, además con un INE sometido. Es girar el reloj parlamentario antes de la reforma fundacional de hace casi medio siglo.