Sin dignidad y humillación sin lucha

El 30 de septiembre de 1938, en el aeropuerto de Londres, al descender del primer viaje aéreo de su vida, el primer ministro inglés Arthur Neville Chamberlain, ante un entusiasta grupo de ciudadanos, agita un documento mientras pregona: Paz, paz, paz. Idéntica situación lo vivían los franceses en París con el presidente Eduardo Daladier. Winston Churchill, lord del almirantazgo inglés, sonriendo maliciosamente lanza una burla y una profecía contra la repugnante declinación de estos dos políticos arrodillados ante el Führer. Ambos declaraban que dicha acción era por su amor a Inglaterra y a Francia, que para ellos eran lo más importante. Pero ¿por qué y de qué se mofaba y auguraba concretamente el hombre del puro?

Para 1935, la Gran Bretaña seguía siendo la «Reina de los mares»; su inmenso imperio ultramarino continuaba brindándole riquezas inmensas, aunque ya su hija mayor soñaba con heredarlas en vida o incluso, recurrir al matricidio, porque su «Destino Manifiesto» le pronosticaba como la dueña del mundo.

En 1933, los nazis, encabezados por Adolfo Hitler, se habían apoderado de Alemania y en pocos años con su visión de «Mitteleuropa» se habían extendido a Austria y ahora querían los sudetes checos. Aquello implicaría una nueva guerra. Para llegar a un acuerdo Inglaterra y Francia, sumidos en el miedo a Stalin y el crecimiento de la URSS, firmaban el llamado tratado de Múnich en el que acordaban cedérselos al Tercer Reich, quien prometía ya no pedir más territorios.

Eso presumían Chamberlain y Daladier; la mofa y presagio que Churchill les fincó fue: «Habéis aceptado la humillación para salvar la paz; conservaréis la humillación, pero tendréis la guerra». ¿Estaba errado el viejo estadista? Para nada, seis meses después, Alemania ocupó toda Checoslovaquia y siguió armándose; ese septiembre invadió Polonia y en mayo de 1940 ocupó Francia. La inutilidad de la entrega de dignidad no sirvió para nada; la vergüenza cubrió a los pactantes sumisos. A estos dos oscuros personajes solamente se les saca del basurero histórico cuando se quiere recordar lúgubres escenas de miseria política.

Históricamente, Francia e Inglaterra habían sido enemigos mortales a través de sangrientas guerras como la de Cien Años (1337 a 1456) asesinado a sus reyes y héroes (Juana de Arco). En el siglo XX, ante el crecimiento de Alemania, por razones de subsistencia, se habían aliado, ahora actuaban como marionetas del titiritero económico norteamericano.

En la humana historia toda cesión bajo presión se consigue por miedo de los consentidores que temen a un poder mayor; pero también provoca que el ganador busque más dominio considerando que su fuerza crece mientras su oponente se debilita.

En México, dos fuerzas políticas antagónicas, con visión de nación divergente fueron sumadas a la fuerza por intereses espurios ajenos a sus principios; incluso contra la voluntad de muchos de sus afiliados honestos. Solamente dirigentes ímprobos y deshonestos suman sus miserias políticas festinadas por «chalanes» libretistas y hasta dos de sus exiguos candidatos, encumbrados ambos por antecedentes genéticos más que por intelecto propio y que se habían distinguido por su bravuconería insustancial, ambos intrascendentes fueron obligados a renunciar, habían jurado que no se bajarían de la candidatura; luego tras plañideras justificaciones se postran a la orden suprema; perdieron dignidad y están volviendo a ser el «don nadie» que eran antes de la campaña que los mantenía vivos. Así llegamos por fin a la era femenina electoral; en buena hora, magnífico y para el bien nacional.

Si bien Francia e Inglaterra supuestamente ganaron la guerra, el único vencedor fue el titiritero y su pacto OTAN; de forma similar los aliados políticos nacionales actuales no pueden actuar fuera del Frente Amplio por México y deben aceptar las decisiones del amo empresarial, quien ordena comerciar exclusivamente con la moneda de él y bajo sus imperiales decisiones. La otra fuerza política opositora al Gobierno, hasta ahora mantiene su autonomía decisoria a pesar de las fuertes presiones de múltiples actores.

Ciertamente recibir órdenes de una autoridad surgida de la misma ideología es sumisión; resulta patético, infame, humillante y hasta denigrante recibirla de quien solo despiadadamente los instrumentaliza obteniendo beneficios exclusivamente para él mismo y los deja en la vergüenza histórica de una tragedia insana. «Al buen entendedor, simples analogías».

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