Hay errores que marcan vidas. Una amiga, que llamaré Viviana, tuvo una cirugía (estética) de abdomen en 1995; se la hizo su padrastro, un afamado cirujano plástico. En los días y semanas posteriores experimentó fiebre, debilidad, agotamiento continuo. Sin entender la causa de sus malestares, el médico le controlaba los síntomas. Los problemas aumentaron: dolor articular, confusión mental, olvidos. Se sometió a múltiples estudios, que no revelaron el origen de sus dolencias, para entonces crecientes. Por años coleccionó recetas médicas inútiles y diagnósticos descabellados.
Harta de que los doctores no le creían, migró al lado alternativo: biomagnetismo, acupuntura, flores de Bach, ozonoterapia, cámara hiperbárica. Nada le curaba. Luego de 20 años de malestares, decidió ir a una de las mecas de la medicina, la Clínica Mayo, donde la vio buena parte del directorio del nosocomio: cardiólogo, hematólogo, otorrinolaringólogo, neurólogo, gastroenterólogo, ortopedista, reumatólogo, psiquiatra. Tres años de consultas y estudios interminables y muy caros. Le recomendaron usar una bota ortopédica en el pie izquierdo, que no funcionó. Le dijeron entonces que su estómago no absorbía adecuadamente; le llovieron suplementos, vitaminas de toda clase, selenio, pregnenolona, prebióticos, magnesio, melatonina y más.
Durante la pandemia tomó un curso virtual, «yoga de espalda feliz» que la hizo reflexionar: ¿tendré acaso algo ajeno a mi organismo, producto de aquella remota cirugía? Sabiendo que quien busca encuentra, externó su sospecha con discípulos de su padrastro (para entonces finado). «Imposible», respondieron con contundencia; la infalibilidad del maestro seguía viva para todos. Sin rendirse, Viviana convenció a uno de estos cirujanos para explorar esa «absurda» posibilidad. Más por darle gusto que por convencimiento médico, le tomaron una placa de rayos X. Fue ahí donde vio por primera vez la causa de sus años de penurias: un catéter de 23 centímetros de largo la había acompañado la mitad de su vida.
Su padrastro era un profesional, considerado una eminencia, un gurú. Algo pasó en aquella cirugía, seguramente un exceso de confianza, que hizo que él y su equipo cometieran un severo error. Probablemente el médico padeció el síndrome de la diva, donde el experto se siente tan dominador de la situación que no ve una desviación, no la descarta porque no la considera posible y contagia al grupo. Alguien no se cercioró del conteo de instrumentos y materiales al final del procedimiento. Alguien asumió que alguien sí lo hizo.
Malcolm Gladwell afirma: «Hacemos mucho contra la incompetencia, pero no contra el exceso de confianza». Y concluye que daña más el exceso de confianza de los expertos, que los errores de los novatos; de los primeros dependen asuntos más trascendentes, sus pifias son más graves. Dice también que el exceso de confianza nos imposibilita para ver información que podría evitar serios errores.
Los múltiples especialistas que durante años revisaron a Viviana no descubrieron el catéter porque no esperaban encontrarlo. Esta ceguera cognitiva es la misma de aquellos del video donde no vieron el gorila entre jugadores de basquetbol. Los humanos tendemos a buscar la confirmación de la narrativa en la que creemos. Descartamos que un gurú, un maestro «infalible», pueda cometer un error tan básico.
Reflexionando sobre lo vivido, Viviana levanta la voz cuando expresa que la menopausia hace que los médicos les crean menos a las mujeres. Varias veces negó uno de sus errados diagnósticos: fibromialgia. Recomienda que cada quien tome responsabilidad de su salud y escuche su intuición. Hoy, sin ese invasor en su cuerpo, está curada de lo que le ocasionó el síndrome de la diva.
Es justo reconocer que los médicos aciertan muchas más veces de las que fallan, y que un artículo sobre un acierto llama menos la atención que uno sobre un error. La reflexión es que los expertos, en cualquier campo, tienden a sobrestimar sus capacidades. Ser considerado gurú es mortal. Es mucho mejor permanecer en estado de carencia y ser un estudiante profesional. La inteligencia artificial deberá ayudarnos a eliminar la humana ceguera cognitiva, haciendo preguntas tan estúpidas como «¿No habrá un catéter dentro del cuerpo del paciente?».
Fuente: Reforma