El pasado miércoles 15, el Senado aprobó ya la renuncia al cargo de ministro de la Suprema Corte presentada por Arturo Zaldívar, cuando aún le faltaban trece meses para completar su encargo de quince años. De inmediato, el presidente López Obrador propuso la terna para cubrir la vacante. Se trata de tres mujeres, que tienen en común una enorme cercanía política con el Ejecutivo.
¿Cómo se designan en México los ministros de la Corte? El procedimiento se describe en el art. 96 de la Constitución y es parecido al de EE. UU. Aunque con un par de importantes diferencias.
A partir de 1995, el presidente somete al Senado una terna (antes era una sola persona) por cada vacante. La Cámara Alta, previa comparecencia de los propuestos, designará por el voto de las dos terceras partes de los senadores presentes al ministro que deba ocupar la vacante. Lo cual tendrá que hacer dentro del improrrogable plazo de 30 días.
Con esa terna, en el Senado pueden ocurrir tres cosas: 1) Que designe al ministro, 2) que no resuelva, y 3) que decida rechazar a las tres personas propuestas.
Si se presenta la primera situación, el asunto queda resuelto. En el caso de la segunda, por la omisión senatorial, el presidente designa al ministro de entre la terna propuesta por él. Y si ocurre la tercera hipótesis, entonces el Ejecutivo envía una nueva terna.
En el caso de esta segunda terna, la Constitución sólo contempla dos hipótesis: Que el Senado apruebe a una de las personas propuestas o que rechace a las tres. Si esto último ocurre, «ocupará el cargo de ministro la persona que, dentro de dicha terna, designe el presidente de la República».
En este caso de la segunda terna, no se considera el eventual supuesto de que el Senado, por omisión, nada resuelva. Se trata de una evidente laguna constitucional que, si algún día llegare a presentarse, provocará un problema mayúsculo.
¿Es razonable que sea el presidente quien someta a la aprobación del Senado, para que sea el que apruebe a las personas que han de cubrir las vacantes en la Corte? En principio sí, aunque el sistema, copiado del norteamericano, debe ser objeto de adecuada afinación. Y sin llegar, desde luego, a excesos como los del presente caso.
Dos reconocidos tratadistas de la Constitución han opinado sobre el punto lo siguiente:
Felipe Tena Ramírez, quien durante veinte años fue ministro de la Corte, lamenta que el Senado no cumpla adecuadamente la parte que le corresponde. Escribió al respecto: «El sistema que actualmente rige… ha responsabilizado al presidente de la República en lo que atañe a la idoneidad moral y jurídica de las personas que ocupen los cargos correspondientes, pues es bien sabido que el Senado… generalmente aprueba sin discusión alguna los nombramientos que extiende el Ejecutivo Federal» (Derecho Constitucional Mexicano, pág. 793).
Por su parte, Elisur Arteaga Nava ha opinado lo siguiente: «El presidente si bien puede proponer una terna, ello no es garantía de que hayan sido los mejores o idóneos juristas los que aparezcan en ella… En la práctica será difícil integrar una auténtica terna…» (Derecho Constitucional, pág. 445)
El sistema sólo requiere de ciertos ajustes para que funcione y produzca mejores resultados. Y evite incluso casos tan vergonzosos, como el reciente de la ministra Yasmín Esquivel. Y desde luego se rechace el que propone el oficialismo, verdaderamente demencial, de que los ministros sean seleccionados por el voto público, sistema que el gran constitucionalista Emilio Rabasa calificó como propio de países no civilizados.
Que el Ejecutivo haga las propuestas es lo adecuado, como lo prueba el caso de EE. UU. y de numerosos países. En terna no parece lo más indicado, sino que sea una sola persona. De esta forma el presidente se esmeraría en hacer una muy buena propuesta, a prueba del más riguroso escrutinio público. Aunque quizá al actual mandatario este aspecto le tiene sin cuidado. Pero sí le interesa, y mucho, a la sociedad mexicana.
Asimismo debe ampliarse el plazo de que dispone el Senado para resolver, porque resulta obvio que el término de 30 días que hoy tiene (que por cierto hasta antes de 1995 era de 10 días), obedece al claro propósito de apresurar las cosas en favor de la opacidad.
El Senado de EE. UU. no tiene plazo para decidir. Aunque a veces resuelve rápido, el promedio del tiempo que le lleva es de alrededor de dos años. Este dato pone de relieve la importancia que este asunto realmente tiene. La fijación de un término más amplio, tal vez de seis meses, sea lo pertinente.
La decisión que el Senado tome dentro de los 30 días siguientes al pasado miércoles 15, en que el presidente le envió la primera terna, es verdaderamente crucial y de la mayor trascendencia para el país. Hay que considerar, ojo, que el plazo se cumple el 15 de diciembre, fecha en la que precisamente el Senado concluye el actual periodo de sesiones.
Tomar en cuenta el dato para evitar cualquier maniobra. En fin, la opinión pública, los medios y la sociedad toda deben seguir este proceso con la mayor atención e interés.