Una de las grandes ausencias que tenemos en México es la participación de la población en los asuntos públicos. Se trata del alimento natural de la democracia, es el que la vuelve vigorosa. ¿Cómo es que están pensando en llevar a las instancias de representación política a hombres y/o mujeres carentes de experiencia política? De la misma forma que es una «tiznadera» —perdónenme el francés— que este país sea gobernado por sinvergüenzas e incompetentes, también lo es llevar a personas que no tengan experiencia en el sector público, porque su impericia y desconocimiento también tienen un alto costo para la nación. Ni siquiera basta el discernimiento teórico, pues es la experiencia, lo que facilita la comprensión de las lógicas de un ámbito tan complejo como es el político. Lo crucial es distanciarse de las prácticas de siempre, de ese hato de porquería que han convertido a una disciplina tan digna en algo despreciable. Ese es el reto que tenemos hoy día. Y no es asunto menor.
Ojalá que las voces que se están levantando no sean flor de un día. Hemos tenido avances significativos con las reformas implementadas en materia electoral, pero está a la vista que no bastan. México sigue anclado al desgraciado sistema político del siglo pasado. Se siguen haciendo leyes para beneficiar al partido en el poder, para maniatar a las oposiciones y para cargarse a las instituciones que se crearon para generar los equilibrios que contienen los abusos del poder. Esta inercia con la que está empeñado el ejecutivo en turno para maniatar al país, nos está asfixiando. Y la respuesta de cuerpo cuando esto ocurre es de pronóstico reservado.
Una República sin democracia está condenada a llevar al poder a lo peor entre lo peor, a hacer legitimas las tiranías, a sistematizar el autoritarismo. Es el instrumento ad hoc para engordar al populismo, para pervertir el sufragio, para tragarse a racionalidad y hacer tiritas el Estado de Derecho. ¿De qué carajos nos sirven las lecciones de la Historia? El populismo en América Latina ha hecho estragos, las consecuencias del socialismo y del parlamentarismo que lo es nomás de nombre, reducen a la democracia a un mero membrete para elegir entre «vedettes» y demagogos a ocupar cargos públicos, a alimentar la perversión del odio y la mezquindad de cálculo. No, no y mil veces no. La democracia debe traducirse en valores, en amor a la patria, no en las sumas mercenarias de partidos y caudillos y en el batidero de las cloacas hediondas que tristemente tienen todas las sociedades.
No abdiquemos de la democracia, aunque la nuestra sea todavía tan enteca y deslucida. Hay que agregarle más República, más ciudadanía preparada e informada. Impulsemos el imperio de la tolerancia, porque en el caben todas las voces y la actitud de escucharse y llegar a acuerdos que beneficien a los mexicanos. Exijamos que campee la transparencia en la función pública, ya basta del millón de raterías que se pactan en lo oscuro en detrimento del bienestar de quienes les pagamos el sueldo, trabajemos en pro de la alternancia en el ejercicio del poder público, la larga permanencia engendra corrupción e impunidad. Se trata de principios éticos que la política tiene que hacer suyos porque así nos conviene a los gobernados.
Tenemos que exigir a quienes aspiren a un cargo público que tengan en su haber conductas éticas y capacidad intelectual. Ya basta de burros —con perdón de estos animalitos— y de pillastres, desgraciándole la vida al país. Lo que hoy tenemos es una República de pantomima, un montón de legisladores que han hecho de la representación — por supuesto catapultada por nuestra indiferencia— una vacilada grotesca y un discurso político que además de estúpido, se escupe sin ninguna responsabilidad.
Tenemos el deber ineludible, si es que amamos y nos importa este país, de reivindicar el concepto y la vigencia del régimen republicano. Tengamos claro que la democracia es inseparable del estado de derecho y que requiere de cauces institucionales para fluir, y que los gobernantes tienen que fijar su actuación conforme al orden jurídico pre-establecido, y también a los cánones de la racionalidad política y económica y entender de una vez por todas que el poder es un instrumento al servicio de todos, incluyendo al de los adversarios.
Y que les quede claro a quienes gobiernen que el diálogo entre políticos y el que tengan con la ciudadanía, no es concesión graciosa. No más poder sin límites tomando como asidero la manoseada proclama del «Gobierno del pueblo». Bajo este esquema las instituciones y los valores se hacen polvo. La desconfianza, la falta de credibilidad así se han acrecentado. Por eso esta repulsa, este desapego de los mexicanos a cuanto tenga que ver con política y políticos. Y los políticos sinvergüenzas felices, les va como anillo al dedo.
Nada de lo que estamos viendo en la presente administración nos sorprende. Simplemente se ha hecho más descarada. No hay ningún cambio, no hay ninguna transformación de fondo. Y no puede haberla porque simple y llanamente se está repitiendo lo consabido, lo que se critica del ayer sigue estando: privilegios, lealtad supina e impunidad. En algunos casos cambiaron los «beneficiarios», pero es más de lo mismo. La política concebida como botín, para el titular y su séquito de incondicionales no le ofrece nada nuevo a la República. Sus ataques consuetudinarios al Estado de Derecho se exhiben a costa de muchos $$$$ billetes del erario en horario de lujo y a todo color, que sin duda podrían tener mejor destino, porque la pobreza va en aumento.
Ese empeño de destruir la división de poderes a través de la imposición de quienes están dispuestos a lamer suelas, es patética, por cualquier lado que se le quiera ver. La arrogancia del titular es tan descarada que no tiene empacho en recurrir a cualquier medio para salirse con la suya. ¿Sabe por qué ese empeño en destruir la división de poderes? Porque es el medio de autocontrol por excelencia dispuesto por el Constituyente Permanente. Es en última instancia, el sistema que nos protege, como sociedad, de los posibles abusos de poder por parte del Estado.
Por Dios. Atrevámonos los mexicanos a ya dar de baja este sistema político que sigue aleando. No nos rasguemos las vestiduras y mentemos madres a quienes gobiernan, ellos no son más que el resultado de nuestra ausencia, de nuestra indiferencia, de nuestro valemadrismo, de nuestra apatía, de nuestra falta de amor a México, de nuestro egoísmo ciudadano, de la complicidad de los que cuidan sus intereses a costa de lo que sea, de la ignorancia y haraganería de millones que ya se acostumbraron a que los traten como el ras del suelo y piden más.
Hoy nos gobierna un tágara. Quizá sea un término que usted desconoce porque no es de uso común en estos tiempos. Pero persiste en algunas partes del país, como Guerrero y Jalisco. Dícese de un tipo o tipa hábil, mañoso, ventajoso, astuto, audaz…
Cumple con creces el individuo de Palacio la descripción. El individuo nos ofrece pruebas de esto todos los días, no sabe ni madre —perdón— de aspectos elementales de Gobierno. Es tan, pero tan, deficiente su desempeño que hasta está logrando que se extrañe el mugrero de los 70 años. Y esto es para soltar el llanto.
El año que viene tenemos una cita en las urnas. Y más que en las urnas, con nosotros mismos, con una decisión que no debe ser una más, como acostumbramos. Se abre la posibilidad de iniciar la construcción de México diferente, más acorde con la realidad del siglo XXI, uno en el que no repitamos lo que ya sabemos que no sirve, uno en el que nos aboquemos a crear lo inimaginable, es decir, uno en el que la brecha entre ricos y pobres se reduzca a fuerza de educación de primera, impartida por maestros de los que ya no cuelgue la cadena del sindicalismo pervertido y si el de las oportunidades para que se conviertan en los artesanos excepcionales de una generación de mujeres y hombres libres, conscientes de sus talentos, del desarrollo de sus habilidades, que se la crean y apuesten por ellos mismos.
Uno en el que la salud, el acceso a servicios de primera deje de ser privilegio de unos cuantos. Uno en el que recuperemos la tranquilidad en cada rincón de nuestra patria, uno en el que las autoridades no pacten con la delincuencia organizada «cegazón» a cambio de billetes. Uno en el que se pague con cárcel mínima de 20 años, servicio comunitario de por vida, devolución de lo robado al erario y con inhabilitación permanente al servicio público, al funcionario público de cualquier nivel que se atreva a cometer un solo acto de corrupción. Y más, pero mucho más.
México debe importarnos. Ya basta de apartar la vista y volver la cara hacia otro lado. Al país se lo está cargando la trampa. No estamos para divisionismos. Si seguimos montados en esa estupidez la debacle está consumada. Nunca el odio ha sido elemento de cohesión. Y eso es lo que se aviva todos los días desde palacio nacional. Allá nosotros sí lo consentimos.