La necesidad hace parir gemelos, reza el dicho, pero en México —y buena parte del mundo— por más que pujan, las autoridades sanitarias no logran dar a luz una noticia que resulte, mínimo, esperanzadora. Por cualquier ángulo que se le enfoque, la muerte siempre acecha. Es más, si acoplamos nuestra manera de lidiar con la COVID-19 a las cinco fases del duelo propuesta por la psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross —negación, ira, negociación, depresión y aceptación— es posible que estemos pasando por la cuarta etapa.
Muy atrás quedó ya la idea de que todo es una farsa, cuando volteábamos hacia otro lado con la ilusión de que se desvanezca por sí sola la amenaza de la pandemia. El enojo tuvo lugar con la cuarentena, los despidos, el manejo abusivo de salarios por parte de algunos patrones, hasta por el uso de mascarillas y la adopción de medidas sanitarias que tildábamos de incómodas, ridículas o inoperantes. La negociación, sospecho, constituyó la fase más fugaz. La absurda idea de llegar a un «arreglo» con la enfermedad se deshizo rápidamente. No hubo trucos ni formas de creer que todo iba a seguir igual si hacíamos esto o aquello. La mayor esperanza sigue siendo la vacuna y esta, para la inmensa mayoría de la población mundial, todavía no pasa de las noticias a nuestro torrente sanguíneo, donde debería estar. A la aceptación —la última fase— nos quieren llevar los médicos, los especialistas y hasta los medios de comunicación, pero ese estado de calma, pieza clave para justificar nuestro estado, y que sugiere Kübler-Ross, dista mucho de ser alcanzado.
Entonces nos encontramos atascados en la depresión. Más de uno ha colgado los guantes, se ha sentado en su esquina de combate y espera porque su manager tire la toalla al ring para dar por perdida la pelea contra el coronavirus. Es comprensible. A pesar de las enormes dificultades que representa, no se compara perder un empleo con la pérdida de un familiar, por citar el ejemplo más claro. Otros se decepcionan tras recibir la noticia de que están contagiados, a pesar de que han respetado todas las medidas sanitarias conocidas. Es comprensible, repito, pero no aceptable.
Quedarnos de brazos cruzados, no salir de nuestra zona de confort, pensar que un remedio mágico —la vacuna, sí, sí, la bendita vacuna— va a llegar de la nada a solventar nuestras dificultades y disipar nuestros miedos, es no valorar correctamente el milagro de la vida ni comprender que no hay una última meta para nuestra lucha diaria. Podemos, y debemos, trazarnos objetivos constantemente. Alcanzarlos y seguir con el siguiente. Cada uno es un paso. Y con cada paso, avanzamos. Desde mi particular punto de vista, a eso, más o menos, yo le llamo vida.
Claro, resulta más fácil decirlo que hacerlo. Suele suceder. Sobre todo, si no tenemos donde apoyarnos o, tanto peor, nos apoyamos sobre el hombro equivocado. La mayoría —también me incluyo, aunque pugno por salir— estamos demasiados concentrados en las noticias sobre la COVID-19, el número de enfermos, de recuperados, de fallecidos, de camas disponibles en los hospitales, cuáles poseen ventiladores y cuáles no. Pero, en el fondo, no lo hacemos para mantenernos realmente informados sino para, de alguna enrevesada manera, convertir el conocimiento en esperanza. En soporte vital. A veces, según nos sintamos de optimistas al despertar, desechamos o nos hacemos la vista gorda con las primicias que no nos convienen y atesoramos aquella noticia que se nos antoja positiva. No importa si al día siguiente la desmienten o, confesémoslo, a pesar de ello. En lo personal —y me consta que no soy el único— las curvas en las gráficas mostradas por los expertos terminan por marearme más que las de una montaña rusa. Por eso he dejado de atarme a ellas. Y atención, no hablo de ignorarlas. Me refiero a que no puedo condicionar los días que me quedan por vivir, sean pocos o muchos, a las predicciones de un funcionario público. Merecemos algo mejor.
Desde hace cierto tiempo, cada vez que necesito llenar mis pulmones con un hálito de esperanza, lo busco en mi familia. En quienes comparten conmigo las cuatro paredes que pretenden protegernos. Tratamos de reír más, de inquietarnos menos y compartir lo que tenemos: a falta de otros recursos, nuestros corazones. ¿Quién sabe? A lo mejor es la estrategia adecuada para salir de esta cuarta fase tan desagradable y alcanzar la quinta y última. Si es que hay una última, verdaderamente. Y no creo que andemos tan errados. La propia Kübler-Ross nos ampara. A fin de cuentas, según ella: «Todas las teorías y toda la ciencia del mundo no pueden ayudar a nadie tanto como un ser humano que no teme abrir su corazón a otro». Esperemos que tenga razón.
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