A principios de este milenio un icónico restaurante de Beverly Hills acumulaba siete décadas de éxito. Explicablemente su CEO, nieto del fundador, sentía una inquietante necesidad de modernizar el concepto. Los críticos culinarios hablaban del sitio como «el lugar donde el tiempo se detuvo». Las fotografías de hace más de medio siglo mostraban un espacio idéntico al de hoy. El directivo sentía que no era un lugar retro, sino viejo y obsoleto. Ante lo que veía como inminente degradación, un equipo de antropólogos le asistieron para mantenerse vigente.
La recomendación de los estudiosos de la conducta humana desconcertó al ejecutivo: «No cambies». Detrás de esta conclusión estaba el argumento de que vivimos en un mundo mutable donde la obsolescencia impulsa un caos, somos una sociedad ávida de sustituir, en búsqueda de lo nuevo, lo último. En este panorama, el ser humano requiere de ejes de estabilidad, aquello que permanece. Este restaurante se llena todas las noches, en buena medida, gracias a que sigue siendo «el lugar de siempre».
En el mundo de la reproducción musical los discos de vinil han resucitado. Mientras que otros formatos parecen haberse ido en forma definitiva, como los casetes y los discos compactos, la resurrección de los «elepé» es un fenómeno digno de reflexión.
Aunque uno de los argumentos es el relativo a la calidad del sonido, los audiófilos no tienen un juicio contundente sobre la superioridad de un formato sobre otro. Los compradores de vinil tienen diferentes perfiles y motivadores, desde los conocedores y coleccionistas hasta los que siguen tendencias para estar a la moda. Las razones del vinil parecen ser más profundas, más antropológicas que técnicas. Los formatos digitales son información, los discos de vinil son objetos. Vivimos la era de la infodemia, la acumulación de información a un ritmo voraz. Quien toma una fotografía acumula datos, quien imprime una foto tiene un objeto. De alguna forma estamos en la era del «falso tener», la era de la «descosificación», donde las cosas dejan de ser objetos para ser información. Escribió Byung-Chul Han: «hoy nada es sólido y tangible», «es la información, no las cosas, la que determina el mundo en que vivimos». Un mundo sin cosas es un mundo volátil. Se explica que tengamos el impulso de imprimir imágenes, no sólo «tenerlas» en un disco duro.
Los discos de vinil, en cuanto objetos materiales, demandan una actividad, particularmente de las manos, esa coordinación de movimientos secuenciales que extraen un disco de la estantería, los ojos observan la portada (algunos diseños son más artísticos y famosos que la música que contienen), la gravedad hace que el vinil se deslice (y un aroma inconfundible le dice algo a la nariz) para que la palma de la mano lo lleve al plato de la tornamesa, donde otra progresión cuidadosa habrá de colocar la aguja en el surco indicado; a la vuelta de revoluciones precisas el oído hará su parte. Es una actividad muy sensorial, las manos tienen un papel protagónico. Para Heidegger, el «ser en el mundo» implicaba «manejar» cosas que están para usarlas con las manos.
La música digital demanda el uso del dedo; la análoga, de la mano. Apunta el autor del libro No-cosas: «La mano es el órgano del trabajo y la actividad. El dedo, en cambio, es el órgano de la elección». La diferencia es fundamental, explica en buena medida el gusto por esta nostálgica actividad de usar los discos que conocimos con nuestros padres y abuelos. Además, poner un vinil es un ritual que demanda tiempo y «todo lo que estabiliza la vida humana requiere tiempo». Esta afirmación del filósofo surcoreano contrasta con la instrucción al asistente digital que nos obedece con un comando de voz: «Toca Let it Be», mientras nosotros nos perdemos en actividades que nos separan del ritual y nuestra mente queda ajena al objeto.
Que quede entre nosotros (el consumidor no necesita saberlo y tampoco tiene por qué enterarse): el vinil es un eje de estabilidad, una defensa contra el algoritmo. Posee la magia de las manos que crean un alebrije, la sabiduría de las palmas que amasan y voltean tortillas en un comal tatemado, el don de los dedos que arrastran un pincel en un lienzo y nos sorprenden.
Ver un vinil girando nos da un sitio en el mundo, nos redime.
Fuente: Reforma