En todos los medios de información que existen hoy; digitales, impresos, la de boca en boca y hasta en el propio silencio, permea un desasosiego general en la sociedad de nuestro país. De hecho, como nos gusta —y acostumbramos— ser sectarios, ya ni eso despunta, existe una hemiplejia social.
Particularmente lo veo como una parálisis generalizada, un stand by obligado porque no sabemos a donde ir y dudo, que racionalmente sepamos. De mis referentes formativos y de cajón, Antonio Gramsci escribió en su vida prolífica de político, filósofo e intelectual, un texto titulado Odio a los Indiferentes; cruel y subversivo suena el nombre, qué a más de uno espanta u opta por no proseguir su lectura. Pero en estos tiempos volátiles, líquidos, de violencia, de crisis financiera y sanitaria —que ningún país del mundo se escapa— vale la pena retomar textos, que nos hagan repensar el concepto de ciudadanía y el valor que se tiene dentro de una democracia representativa y más aún, participativa.
«La indiferencia es apatía, es parasitismo, es cobardía, no es vida (…) la indiferencia es el peso muerto de la historia, es la materia inerte que ahoga los entusiasmos más brillantes, es el pantano que rodea a la vieja ciudad y la defiende mejor que la muralla más sólida (…) la indiferencia opera con fuerza en la historia, opera pasivamente, pero opera. Es la fatalidad, aquello que no se puede contar, lo que altera los programas, es la materia que se rebela contra la inteligencia y la estrangula (…)».
Lo anterior es una pequeña síntesis de la obra de Gramsci. Sí, violento el hombre, pero también rebelde y revolucionario. Lo que dice no es más que el deseo de que todos, como noble incitación, participemos activamente como ciudadanos, y eso implica tres acciones; primero ser solidarios y preocuparse por los problemas que en general atañen a la sociedad, segundo, preocuparse por los aparejos individuales y de familia que indirectamente repercuten en la sociedad y tercero; emitir un voto justo y razonado como parte de la democracia representativa en la que vivimos —aunque se sabe que el voto generalmente no se formula con el cerebro—. Sin tanto detalle, sucintamente, con esas tres acciones, comenzaríamos a construir ciudadanía.
Particularmente, creo que hoy el ciudadano ya no es un hombre libre, porque vivir en comunidad, es un reflejo de vivir en libertad. Con justa razón a mucho les causa nausea la política, pero lo que no se sabe es, que la política no se enseña, se conquista. No construimos ciudadanía porque las calles —producto de la globalización—, se han convertido en calles de tiendas abiertas a todas horas, en programas de televisión, en donde un imbécil es más popular que una crítica con fundamento y constructiva.
Por otra parte, en el segmento educativo, ya no se enseña o se forma, ni siquiera se preocupa en construir ciudadanos. En la educación; principalmente en la primordial, solo sí acaso, se ha convertido en un mero aprendizaje de conductas ciudadanas «correctas», que solo son variaciones vacuas de ciudadanía.
Ante esto ¿Por qué? ¿Por qué mantener esa palabra tan valiosa que poco a poco le ha quitado todo valor político?
Porque hoy ser ciudadanos nos vacía y nos conmina a lo que se espera de nosotros: trabajar, consumir, volver a consumir, divertirnos… ah! Y a votar si es que se quiere o se puede cada determinado número de años por «nuestros representantes populares». Desgraciadamente no lo sabemos, pero el ciudadano es el que piensa, no es el que cree. Por último, cabe resaltar que el ciudadano, es la pieza fundamental, de todo lo que tenga que ver con lo democrático, y hoy, en nuestro país, parece ser que es sinónimo de control y dominio.