Gilberto Prado destacó no solo por su habilidad con los palíndromos sino por su calidad humana y gran ingenio. Valga este merecido homenaje a quien mucho aportó a la cultura regional y nacional
Quiero empezar por agradecer la gentileza de los que organizaron este acto de homenaje tan emotivo, tan entrañable, a una presencia que sigue con nosotros como la de Gilberto. Gracias Javier, y gracias a todas las personas involucradas. Además, deseo agradecer la presencia de ustedes, la de los compañeros aquí en el panel, en «el paredón» le diría Gilberto; pero sobre todo necesito agradecer públicamente ese regalo, ese obsequio que fue conocer a dos seres tan entrañables como Gilberto y Leticia. Porque es imposible hablar de uno sin mencionar al otro, para mí siempre tan unidos en el recuerdo, en la imagen, en tantos y tantos momentos que compartimos y disfrutamos juntos.
Yo recuerdo perfectamente cuando conocí a Gilberto: fue precisamente durante la Feria del Libro del Palacio de Minería, cuando se iba a realizar la premiación por el Concurso Internacional que había convocado el Gobierno del Perú, en aquel año de 1990, dedicado al Inca Garcilaso de la Vega y, precisamente, en el salón Manuel Tolsá estaban los venerables jurados, como don Silvio Zavala, junto a otras distinguidas personalidades que habían intervenido en el certamen, y vi que se acercaba un muchacho fornido, rubicundo, de pelo muy rizado, sonrisa muy amplia, caminando firme, pisando fuerte, y cuando llega me dice: «Yo soy Gilberto Prado Galán, de Torreón». Y le dije: «Ah, tú eres Gilberto, el norteño». «Sí, señor». «¿Y dónde dejaste el sombrero y las botas?». Y me dice: «Es que vengo de incógnito». Y le digo: «Soy Alejandro, el cubano». Y me dice: «¿Y tú dónde dejaste las maracas?».
Es obvio decir que después de esa entrada, fue entre nosotros una «amistad a primera vista». Inmediatamente, nos hicimos más que amigos, hermanos, fraternísimos, y compartimos una misma carcajada desde ese primer momento, y que recuerdo muy bien hasta la última conversación, que fue creo que tres horas antes de que nos abandonara… Quizá yo fui una de las últimas personas que habló con él…
Y la verdad, pues todos estos años han sido de una gran intensidad amistosa… Gilberto, más que vivir de la literatura, vivía en la literatura. Todo lo hacía materia literaria, como José Lezama Lima. Gilberto todo lo literaturizaba. Decía: «Mira si estoy predestinado, que hasta aparezco en una pieza de Lope de Vega; observa estos versos donde dice: “Galanes van los caballeros por los prados junto al río Manzanares”…».
Ese premio que nos concedieron a los dos consistía en un viaje al Perú, hasta Machu Picchu. Y ese viaje fue algo maravilloso… Imagínense: Perú, en los últimos días de la primera presidencia de Alan García, estaba en plena campaña presidencial, y era una locura el país, pero una auténtica locura, mucho más de lo que normalmente es.
Allí tuve la suerte de compartir con Gilberto un momento para mí verdaderamente emocionante. Yo estaba junto a Gilberto cuando él conoció el mar, porque él asombrosamente nunca había visto el mar. Claro, yo como habanero, que nací junto al mar, pues el mar siempre ha estado ahí, para mí no ha sido un regalo, sino una presencia natural. En cambio, Gilberto se asomó al mar por primera vez junto conmigo y cuando presencia esto hasta le pedí perdón: «Discúlpame, Gilberto, pues vas a conocer el mar en estas condiciones, porque la verdad el mar en Callao es feo, por lo menos te hubieras guardado para otro lugar como Varadero, Cancún, Acapulco…». Y yo estaba realmente asombrado, mirando a alguien que a sus veintitantos años ve por primera vez el mar. Increíble. Pero eso no quitaba para que tuviera un mundo de referencias verdaderamente asombrosas.
En muy poco tiempo Gilberto ganó los principales premios de México. Ganó el Lya Kostakowsky, como a él le gustaba recalcar, «con un jurado integrado por Gabriel García Márquez, Eduardo Galeano y Carlos Fuentes». Ganó prácticamente todos los premios, el Malcolm Lowry de ensayo… En una de las primeras reseñas que publiqué sobre él, sobre el trabajo entonces incipiente de Gilberto, me referí a él diciendo: «Gilberto Prado Galán no es una promesa de la literatura mexicana, es una verdadera amenaza». Y a él le encantaba esto y lo repetía cada vez que podía.
Este viaje a Perú fue algo fabuloso. Tengo las fotos que nos tomamos en Machu Picchu, en lugares verdaderamente mágicos. Después cada uno escribió la crónica de ese viaje. Yo publiqué una serie de crónicas en el periódico Excélsior y Gilberto también publicó una crónica en el unomásuno con su visión de este viaje maravilloso que hicimos.
Yo, además, confieso que siempre tuve una franca debilidad por Gil y por Lety. Era una pareja que para mí resultaba especialmente entrañable. En algún momento Lety me llamó y me dijo: «Oye, yo creo que a Gilberto ya Torreón le queda un poquito estrecho, hay que buscar un lugar donde él pueda desplegarse un poco más, porque se puede convertir en un talentillo o en un geniecillo provinciano». Y entonces dije: «Bueno, pues mira, en este momento tenemos la posibilidad con un amigo que coordinaba una maestría en la Universidad de Nuevo México, en Las Cruces». Con la ventaja de que quedaba muy cerca de la casa, teniendo en cuenta que la mamá estaba ya mayor, y también la posibilidad de que fueran junto con las niñas y que ella también hiciera otra maestría e incluso se ganaran algunos «dolaritos» dando clases de español allí en la universidad, haciendo bueno aquello que decía don Antonio Alatorre, que iba periódicamente a Estados Unidos como «bracero intelectual», se marchaba de «espalda mojada intelectual» a Princeton o a Yale.
No quiero extenderme mucho porque tampoco deseo pasar a las anécdotas muy personales, las cuales para empezar me conmoverían demasiado. Y no quiero dar el espectáculo aquí de andar tristeando en público. Eso lo reservo para otras circunstancias. Pero, por ejemplo, sí quería referirme a ese último libro, que es una obra de amor, es un libro hecho con mucho dolor y también con mucho amor.
Cuando Gilberto me comentó que quería escribir ese libro, ese último tributo a Lety, me leyó fragmentos de lo que estaba haciendo. Lo comentamos y tristeamos juntos. Y me dijo: «Pero todavía no tengo una idea de qué título ponerle». «Pues —le respondí— yo recuerdo, un antecedente que te puede servir. Mark Twain amó también mucho a su esposa, que murió demasiado joven, y lo dejó con un dolor verdaderamente inconsolable. Entonces Mark Twain escribió un libro muy bonito dedicado a su esposa, muy poco conocido, que se llama El diario de Adán. Y ese Diario de Adán termina con el “Epitafio para la tumba de Adán”. El epitafio era muy bonito y con eso cierra el libro. Decía: “En la tumba de Adán: Donde quiera que Eva estaba era el paraíso. De ahí yo creo que viene esto de Ella era el jardín”».
Quiero contarles de esa última conversación que tuvimos Gilberto y yo. El 20 de octubre me llamó como a las nueve de la noche. Nos pasamos más de tres horas charlando, riéndonos, haciendo chistes. Por cierto, salieron a relucir tú y tú /señalando a Vicente Quirarte y Felipe Garrido, también en la mesa/… Luego les cuento…
Al final, como a las doce de la noche, le dije: «Oye Gil, Yilbéricus Magnus, como yo le llamaba, vamos a dejar algo para mañana». Y al final le pregunté: «Hemos hablado de todo, pero no me has dicho cómo estás». Y me contestó: «Estoy bien, nada más tengo un problemita ahí con la presión, pero estoy tomando mis medicinas». Le respondí: «Bueno, entonces, mañana seguimos».
Y lamentablemente a la mañana siguiente, eran como las 9:30 o las 10, cuando veo que me entra una llamada, y en el identificador estaba el número de Gil y contesté: «Hola, Yilbéricus. Pero me respondió una voz, no sé si era la tuya /señalando a Sofía/ o la de tu hermana, y me dieron la noticia: “Papá se nos fue”…». Entonces me derrumbé porque no podía creer eso…
La última imagen que guardo es la voz de Gilberto riéndose. Y creo que así debemos recordarlo, con esa gran risa, con esa intensa alegría de vivir… Porque, además, por cierto, qué bien eligieron el título de este homenaje: «A celebrar el oro de la vida». Es una frase que utilizaba mucho Gilberto, tomada por supuesto de Baltasar Gracián, uno de sus autores predilectos. Decía: «Celebremos el oro de la vida». Eso lo decía lo mismo cuando brindábamos, cuando nos encontrábamos, o cuando nos despedíamos.
Pues así, con aquella sonrisa, con ese oro de la vida que me regaló Gilberto, yo quiero darles las gracias a ustedes.
Fuente: Arteletra