Después de la lluvia todo florece.
Repetías, apenas vislumbrabas algunas nubes.
Para esa niña inocente que fui,
ver la tierra abrirse, brotar de ella la vida
era el mayor milagro.
La lluvia se convirtió en el indicio:
la maravilla se repetiría.
Por muchos años fue así.
Dejé de ser niña,
dejé de creer que todo
podía florecer.
Jamás volví a escucharte hablar sobre la lluvia.
Me convertí en una más de tus huérfanas.
Nunca más
anhelé presenciar aquel prodigio.
Tú sabes, abuelo, que si me fui
no fue por cobardía o ingratitud.
Cómo soportar que todo floreciera,
que la vida poblara aquellos árboles
secos y deshojados,
nadie puede ver la gloria ajena
sin sentir dolor y rabia por la propia desdicha.
Cómo soportar que naciera vida
de lo visiblemente muerto
y saber que a ti nada te haría volver.
El milagro jamás ocurriría en tu cuerpo.
Al alejarme de esas tierras
intenté la supervivencia
donde una vaga piedad de lo árido
me ha consolado.
¿Cuántas veces se puede huir?
contra toda predicción,
en este clima -donde nunca llueve-
ha llovido
ya comienzan a asomarse
esos pequeños brotes de vida.
Y yo, abuelo,
descubro que para algunos de nosotros
toda clemencia está negada.