Vita eterno, eterna vida

En la sesión de cierre del taller «Redacción sobre ruedas», dirigido a directores y ejecutivos de los clústeres automotrices con sedes en Saltillo y Torreón, Coahuila —el CIAC (Clúster de la Industria Automotriz en Coahuila) y el CIMAL (Clúster de la Industria de Manufactura Avanzada y Automotriz de La Laguna)— abordamos el tema de los géneros periodísticos. En ambas organizaciones estamos por lanzar sus primeras revistas digitales a nivel nacional y era menester repasar teoría y práctica de la nota informativa, editorial, entrevista, crónica, reseña, reportaje, artículo. Pero, en especial, nos detuvimos en el género de la columna.

«No porque una columna sea un género periodístico opinativo significa que es fácil de redactar. Yo, por ejemplo, debo escribir mi siguiente entrega sobre don Rafael Castillo, mejor conocido como Vita Uva, quien lamentablemente falleció hace unos días. Abordar su legado es una responsabilidad de peso muy específico. Saber que su familia podría leer el texto, al igual que sus más cercanos que lo estimaban, ubica a la redacción de una columna en la zona de lo emocional, donde más calan las palabras». Apenas terminaba mi comentario vía Zoom, cuando un ejecutivo oriundo de Saltillo comentó: «Suena interesante, pero, ¿podrías explicarnos, a quienes no radicamos en La Laguna, quién es Vita Uva?». Eso subrayó la relevancia sociológica de los conceptos «identidad local» y «cohesión comunitaria». Vita Uva vino a insertarse en el acervo de los más enraizados lagunerismos. Es parte inamovible de su historicidad.

No fue en mi infancia, sino hasta mi juventud universitaria, al radicar en el municipio más poblado de la Comarca Lagunera, cuando conocí aquel constructo cultural llamado «Vita Uva». Regresaba de una temporada anual de estudios en el norte del estado de Florida, Estados Unidos, y tenía bastante clara la frase, «A la tierra que fueres, haz lo que vieres». Me enteré que «Vita Uva» era el nombre artístico de un payaso «que, aquí, todos conocen», dijeron mis compañeros de clase. «El de la tele». Y con eso empecé a armar mi propio personaje.

Esperaba ver atuendo y maquillaje con predominante color morado. Su nombre me pareció de origen obvio: la vid, las vitivinícolas, por su poderoso capítulo histórico regional. Casi vi bordadas unas parras brillosas, con muchas lentejuelas en el disfraz de mi primer Vita Uva. Y, como la uva es uno de mis frutos consentidos desde niña, cifré a los referentes y al referenciado con alegres certezas. Supe que así lo reconocería en algún canal local de TV o en una foto de El Siglo o La Opinión. Corría el año de 1987.

«¡Cómo que con un cuerno azul de peluche!», me pregunté en voz bastante alta el día que, por fin, lo vi en la pantalla chica. «¿Y ese cuerno qué tiene que ver?», inquirí como infante entercada, desilusionadísima. Casi a finales de los setenta, yo había sido una niña fanática empedernida de Cepillín, «el payasito de la tele». Supongo que, gracias a ese estupendo recuerdo, asociado a la figura de mis padres y a los estudios de Televisa donde coincidimos con él, anidé la esperanza de reencontrarme con otro muy querido «payaso de la TV» en la ciudad donde me tocaba vivir y, así, sosegar a mi niña interior.

La primera impresión ante Vita Uva quebró todavía más mis expectativas: ¿peluca roja? ¿Chaleco azul? ¿«Empijamado» de todos los colores menos el morado? En su vestimenta nada había de las uvitas luminosas cosidas con los hilos de mi fabulación. Sin embargo, la magia de don Rafael hizo su efecto y me rendí a su imagen; a la parsimonia de su hablar; el timbre un poco grave, un poco carrasperoso; sus enternecedores movimientos y bailes con apenas unas dos o tres rayitas de energía; la sonrisa nada abrumadora, más bien traviesa. Por ahí comenzó mi borrón y cuenta nueva para resemantizar, en pleno acto iconoclasta, al Vita Uva de La Laguna. Pero mi cariñosa aceptación —esa que hasta hoy que escribo en honor y gratitud a su memoria— fue por su enternecedora narrativa, plagada del más vívido folklore de Torreón, Coahuila, de Gómez Palacio y Lerdo, Durango, y sus barrios populares.

Cómo no rendirse ante su insistente mención de tener antojo de un taquito de platillos típicos laguneros, como la «carnita con chile» que describía casi, casi al dente. Como no querer ser amiga de don Rafa al escuchar sus consejos para las niñas y niños para que se portaran bien, hicieran la tarea, se levantaran temprano, y que luego, de manera insólita abría suspenso para «agarrar el cotorreo» con el camarógrafo, el microfonista, el director del canal, con la recepcionista y convertir al set en una sala de alguna familia de las colonias Lucio Blanco, Eduardo Guerra o de la Polvorera en Torreón; de la Brittingham, Chapala o de El Refugio en Gómez Palacio; de El Polvorín, de la Infonavit I o de sus cuates de la Nieve Chepo en la Plaza de Armas. El maravilloso combo de rasgos de comunicación no verbal y de una discursiva etnográfica, cohesora geográfica de los sectores menos favorecidos en la Comarca Lagunera eran su imán: leitmotiv ciudadano, solidario, amasado con el más blanco humor.

A veces me parecía como si Vita hubiera firmado un sesudo contrato que, en su cláusula principal, le demandara siempre dar juego a los asideros culturales identitarios más populares de La Laguna de Coahuila y de Durango. En Vita Uva, el encanto sociológico era parte de su natura.

Años después, como directora del Instituto Municipal de Cultura de Gómez Palacio, Durango, por fin tuve la dicha de convivir con don Rafa Castillo. Le brindamos su primer homenaje en aquel municipio con una fiesta infantil en la que él fue nuestro invitado principal. Otros payasitos, colegas de él, fueron los encargados del espectáculo. De ahí, Vita y yo nos volvimos cercanos. Ya me identificaba y, la verdad, me enorgullecía y presumía al decir «mi amigo Vita Uva» esto, «mi amigo Vita Uva» lo otro.

Pasó el tiempo y supe que su esposa estaba bastante enferma. Conseguí su dirección y fui a visitarlos. Me topé con una correlación absolutamente inversa entre lo que Vita Uva ya había legado a la Comarca Lagunera como payaso icónico y su entorno cotidiano. Recuerdo que, entre varios, nos unimos para respaldar en algo su situación familiar. En medio de sus más íntimas tormentas, Vita no dejó de aparecer a cuadro. Su cultura de trabajo era puntual, al igual que el refuerzo diario de su presencia y discursiva entrañables en la emocionalidad de los laguneros. 

«¡Vita Uvitas!», le gritaba al encontrarlo en cualquier lado. Corría a plantarle un abrazo y él comenzaba a platicarme algunos de sus lamentos acompañados de sus buenos deseos. «Mi Vita Uvitas, te quiero», le escribía en sus páginas de Facebook y en sus transmisiones en vivo. El diminutivo «Vita Uvitas» era el gigante aprecio y respeto que sentía por él.

Yo siempre creí que Vita sería eterno. Y hoy me aferro, como niña, a que mi Vita Uvitas lo es. Estoy segura que no soy la única que piensa y siente así. Comprobarlo día a día es el más precioso reconocimiento que, en vida, fue labrado por el hombre detrás del payaso y por el payaso vuelto hombre.

«¡Ay, caray, caray!»: sembrado en el corazón.

Columnista y promotora cultural independiente. Licenciada en comunicación por la Universidad Iberoamericana Torreón. Cuenta con una maestría en educación superior con especialidad en investigación cualitativa por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Doctoranda en investigación en procesos sociales por la Universidad Iberoamericana Torreón. Fue directora de los Institutos de Cultura de Gómez Palacio, Durango y Torreón, Coahuila. Co-creadora de la Cátedra José Hernández.

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