Cualquiera que se interne un poco en territorios de índole económica sabe ya de antemano que, tarde o temprano, habrá de encontrarse con el poder político en términos de Gobierno. Y todo Gobierno, al menos en su versión más visible, aspira a que el país donde se ejerce ese poder alcance un mínimo de desarrollo que legitime su paso por la historia.
Modelos de desarrollo se pueden encontrar tantos como Gobiernos han existido en el mundo. Pero, a pesar de eso, hay algo que todo Gobierno debiera saber respecto del desarrollo, concebido hoy en términos de integralidad; es decir, crecimiento económico e industrial al que aparecen asociados los factores social, político, cultural y otros que constituyen el entramado de la sociedad donde tal Gobierno se instaura.
La gran preocupación de hoy entre todos aquellos mexicanos de conciencia crítica bien fundada es sacar a México del subdesarrollo, del atraso y de todos esos males que significan dependencia de otras entidades ajenas y ponen a prueba los hilos con que se teje la estabilidad, la paz, el progreso, la autonomía…
La línea de ruptura es muy frágil. En el caso que me permito abordar hoy, esa línea no sólo es frágil, sino verdaderamente endeble cuando se descubre su origen en los sótanos más tenebrosos del cerebro de Andrés Manuel. Sobre esto, y con todo respeto a la investidura presidencial, me permito hacer algunas observaciones críticas.
El prejuicio del presidente es el origen. A través de esa óptica sesgada es como mira los problemas del país que gobierna y que está sumido en el subdesarrollo y el atraso, aunque él lo vea distinto porque «tiene otros datos».
El prejuicio forma parte de la naturaleza humana, así que en ese sentido nada hay que reprocharle al presidente. Pero cuando el prejuicio toma el mando e impide a la razón reconstruir el mundo como en realidad es, entonces sí tenemos una emergencia.
La definición operacional del concepto dice que un prejuicio es una actitud de rechazo que tiene su origen en una generalización defectuosa o errónea y, al mismo tiempo, rígida, que desemboca siempre en hostilidad expresada o dirigida a un grupo o un individuo en cuanto miembro de ese grupo.
Un prejuicio se echa a andar porque los elementos que lo constituyen, la generalización errónea y la hostilidad, están presentes en el ser humano. La mente piensa a través y con la ayuda de categorías. Con ellas forma clasificaciones amplias que guían las adaptaciones diarias y, para evitar lo más posible el esfuerzo, las hace entrar en grupos simplificados.
Las categorías más importantes para un ser humano constituyen su cuadro de valores. Resulta esencial una adhesión positiva al propio cuadro de valores aún a riesgo de que esta adhesión pudiera llevarlo directa e irremediablemente al prejuicio. Con demasiada frecuencia, para defender ese cuadro de valores, se tiene que ir en contra de los demás.
También está el hecho de la pertenencia a un grupo. Esa pertenencia es esencial para la vida del individuo. Cuando nace la persona, se le dan padres, religión, raza, lengua, país, tradiciones culturales, formas de concebir el mundo… Cada individuo se ata a un grupo porque ese conglomerado es parte imprescindible de su vida porque posee los mismos valores, utiliza el «no somos iguales», es decir nosotros (el grupo), con el mismo significado.
En ese sentido cada grupo desarrolla una manera de vivir propia, con creencias y códigos característicos, con modelos convenientes a las propias necesidades de adaptación. Pero aquí revisamos el prejuicio no como un fenómeno social, sino individual, porque el prejuicio es, en última instancia, un problema de formación de la personalidad y del desarrollo de un hábito que habrá de guiarlo en su forma de actuar en el mundo a su alrededor.
La forma más frecuente del prejuicio, y la más visible por lo teatral, es el rechazo verbal, casi siempre de manera inconsciente. Pero si esa forma de hostilidad adquiere un alto grado de intensidad, entonces puede desembocar en discriminación activa y en violencia. La discriminación adquiere noción de existencia cuando se niega a los individuos o a los grupos la igualdad de trato.
Un individuo con prejuicios bien arraigados suele explicar su actitud negativa en términos de «cualidades» negativas presentes en los grupos (los “adversarios”, diría mi presi). Es decir, hay un conflicto de valores en puerta.
Resumiendo: en el prejuicio, la creencia de las diferencias juega un rol muy importante, aún en los casos en los que esas diferencias sean sólo imaginarias. Todas las personas son poseedoras de prejuicios. Hay que mantenerlos bajo el status de la razón.
Bueno, todo este largo rodeo es para tratar de explicarme a mí mismo ese conflicto que parece que se presentará en el marco el Tratado de Comercio entre México, Canadá y Estados Unidos, y donde, según el presidente mexicano, está en juego la soberanía, la Constitución, la patria…
Es más simple. Si se quiere ver el problema del país como un problema de desarrollo, las soluciones deben plantearse en el plano colectivo, en los términos de las variables que intervienen en los procesos de negociación como exigió el T-Mex ¿Para qué lo firmaba entonces?
Cuando uno conoce de cerca la situación de nuestra abundantísima población marginada y sus casi nulas posibilidades objetivas de realización personal, no se debieran hacer afirmaciones tajantes como las de Andrés Manuel culpabilizando a unas naciones con las que firmó acuerdos ¿O no lo sabía?
Es reconocida la imperfección de la realidad social mexicana. Naturalmente se acepta la intención transformadora del presidente, pero habría que cuestionar seriamente su conducta individual, tan llena de prejuicios.
Quizá el T-Mex no sea la opción maravillosamente deseable para alcanzar el desarrollo, pero es una opción práctica cuyos resultados son medibles y, por eso, valorados como una real posibilidad, ahora sí, de un desarrollo permanentemente en ascenso, permanentemente evaluado por sus alcances en el impacto de una economía que, por ahora, naufraga en el discurso vacuo de alguien a quien el prejuicio le acompaña permanentemente.
Ese tratado de comercio puede ser más productivo para una población urgente de solvencia económica, que la dádiva de un programa social que concluye sus alcances en el momento en que se cobra el cheque.