Al PRI le funcionó de nuevo la estrategia de anticipar la sucesión tres años. Hacerlo así le ha permitido fijar en el imaginario colectivo al preferido del gobernador de turno. La exposición mediática, la libertad de acción y todas las ventajas inherentes les facilitó a Rubén Moreira, Miguel Riquelme y Manolo Jiménez hacerse con la candidatura. Sin embargo, el agotamiento del modelo complicó cada vez más las elecciones. Moreira ganó holgadamente por una combinación de factores: la inercia —ninguna fuerza política fue capaz de impulsar el cambio—, el abuso del poder y del dinero para captar o reprimir a las disidencias externas e internas, y el dominio sobre los organismos electorales.
Seis años después, Riquelme, apoyado por una coalición de siete partidos, estuvo a punto de perder con el mismo candidato del PAN —Guillermo Anaya—, también por la suma de varias causas: los escándalos de corrupción relacionados con la deuda y las empresas fantasma; el despotismo, la violencia y la soberbia en los Gobiernos precedentes. En las elecciones de 2017 el PRI obtuvo, por primera vez, menos votos que las oposiciones (482 mil contra 708 mil). Además, perdió la mayoría del Congreso. En el caso de la gubernatura, Morena captó apenas el 11.9% de la votación y solo alcanzó dos diputaciones de representación proporcional.
Riquelme manejó la sucesión bajo el mismo esquema —señalar a su delfín con antelación—, pero hoy el peligro no lo representa el PAN, sino Morena. Los partidos locales que eran aliados del PRI ya no existen; y de los nacionales solo cuenta con el PRD cuya votación es marginal. En esa tesitura, el PRI necesita los votos de Acción Nacional para conservar el poder. La alianza entre los antiguos rivales históricos será más provechosa para el PAN, pues le permitirá frenar su caída, obtener alcaldías y posiciones en el Congreso y ampliar su presencia en la administración.
Con la sucesión bajo control, el PAN todavía más de su lado y sin conflictos graves, Riquelme podrá centrarse en la operación electoral, la cual resultó clave para que en las elecciones legislativas de 2020 el PRI hiciera carro completo y un año después recuperara alcaldías importantes de La Laguna y otras regiones. Riquelme logró lo que el presidente Andrés Manuel López Obrador, en apariencia, no pudo: mantener unido a su partido. La división en Morena no se limita al rompimiento entre Armando Guadiana y Ricardo Mejía. Es más profunda y aleja a la 4T de la posibilidad de ganar Coahuila, pues los liderazgos locales rechazan al candidato impuesto por el centro.
AMLO defiende la designación de candidatos mediante encuestas, pues será el método que emplee Morena para nombrar a quien abandere a la 4T en las elecciones presidenciales de 2024. Todo el mundo piensa que la favorita de López Obrador es la jefa de Gobierno de Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, pero en Coahuila se decía lo mismo de Ricardo Mejía. Sin embargo, el secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, podría remontar, lo cual ya ha sucedido en otras sucesiones. Al desacreditar las encuestas —por sesgadas—, acusar de corrupto al líder de Morena, Mario Delgado, y postularse por el PT, el exsubsecretario de Seguridad Pública abre las puertas a una crisis mayor.
Empero, con López Obrador nunca se sabe. Morena gobierna 22 estados. Morelos, bajo las siglas del Partido Encuentro Social, aliado suyo en las elecciones de 2018; y San Luis Potosí, con las del Verde Ecologista. El único partido de la coalición Juntos Haremos Historia sin gobernador es el del Trabajo. AMLO niega tener en Coahuila dos candidatos (Guadiana y Mejía). El presidente es experto en tender cortinas de humo, pero los hechos siempre lo delatan. Para ganar las elecciones del 24, el líder de la 4T necesita al PT y al Verde.
Sucesión enrevesada
La fuerza de Ricardo Mejía derivaba de su cercanía con el presidente Andrés Manuel López Obrador. Ahora ya no la tiene. Separarse del gabinete —«sin decir adiós»— para buscar la gubernatura de Coahuila por el Partido del Trabajo es un acto valeroso, pero lo aísla y coloca en una situación precaria e incluso comprometida. No es igual competir por el partido dominante que por uno marginal como es el del Trabajo, cuyo registro ha estado en riesgo varias veces por falta de apoyo en las urnas. Mejía aceptó las reglas de Morena para designar a su candidato, pero desconoció el resultado al favorecer a otro. Los argumentos esgrimidos pueden ser plausibles e incluso el procedimiento mismo es cuestionado, pero si dudada de su objetividad, debió impugnarlo antes o abstenerse de participar.
Mejía salió de Coahuila hace 18 años, después de ser diputado, líder del sector popular del PRI y funcionario, para hacer política en otros estados, pues aquí los Moreira les cerraron las puertas a cuadros valiosos. Si deseaba ser gobernador y no parecer extraño, el momento para regresar era hace cuatro años. Su incorporación al equipo del presidente López Obrador le permitía hacerlo desde una posición de poder, sin correr riesgos ni entrar en conflicto con un gobernador bien calificado. El espacio natural para el retorno de Mejía era La Laguna, de donde es oriundo.
El exsubsecretario de Seguridad Pública volvió a Coahuila apenas en abril pasado, cuando vino a promover la revocatoria de mandato. A partir de entonces dedicó los fines de semana a desplegar actividades en las distintas regiones del estado para preparar su camino hacia la gubernatura. Desatender su responsabilidad como funcionario federal mientras el país registraba graves escaladas de violencia, envío un mal mensaje. Sus adversarios aprovecharon para descalificarlo y presentarlo como un riesgo para la paz. Su eventual candidatura —propalaron— significaba regresar a un pasado de violencia cuyo costo en vidas fue muy alto.
Mejía no actuó a escondidas, sino a ciencia y paciencia del presidente de la república, quien no en pocas ocasiones lo elogió. Los secretarios de la Defensa, Luis Crescencio Sandoval; de Gobernación, Adán Augusto López; de Seguridad Pública, Rosa Icela Rodríguez; y de Economía, Tatiana Clouthier, lo acompañaron en reuniones y ceremonias en Torreón y Monclova. La señal parecía inequívoca: Mejía era el favorito de AMLO para la gubernatura, y así lo asumió la mayoría. De otra forma no se explican las renuncias de cuadros del PRI, el PAN y otras fuerzas para sumarse a su proyecto.
Consciente de sus debilidades, entre ellas el desarraigo, Mejía se saltó la ley electoral —aplicada siempre a conveniencia— y cubrió el estado de espectaculares con su fotografía. La estrategia no se reflejó en las encuestas de conocimiento. Sin embargo, en el terreno político logró avances significativos. La decisión de postularse por el Partido del Trabajo, con la aparente enojo de López Obrador, se basa, justamente, en el entusiasmo generado no solo en las bases y en el consejo político de Morena, sino también diversos sectores; unos agraviados por el «moreirato» y otros deseosos de un cambio en la conducción política del estado.
El PRI gobierna Coahuila desde hace 93 años de manera ininterrumpida. Su candidato Manolo Jiménez aventaja en las encuestas, pero serán los ciudadanos quienes decidan, con su voto, el futuro del estado. La posición del presidente López Obrador debilita a Ricardo Mejía —y acaso sin querer lo victimiza— pero no fortalece a Armando Guadiana. Sin el apoyo del PT, el Partido Verde y de una parte de Morena, el empresario queda más expuesto a la derrota. Es cierto, algo huele a podrido en Dinamarca.