Hablar de ti es hablar de distancias y ausencias, de tormentas de arena, de explosiones solares, de desiertos y asfaltos. Fuiste la canícula más caliente de mis estaciones; amor chilango, escurridizo, de las mentiras sinceras.
Te trajo un viento sureño tan imprevisto e improbable que el destino tuyo no era más que un búmeran, un viaje redondo, tan temporal como desconcertante. Hubiese querido comprar un boleto de autobús para que tu recuerdo se marchara contigo. ¿En cuántas maletas cabe la ternura de tu alma, tus ojos de mañana soleada y la sonrisa de helado de sabores que me recibía?
Soñé despierta y en esas quimeras pasadas de moda éramos felices en un pícnic, caminamos de la mano a la orilla de un río y nos mirábamos a ratos, sonreíamos cómplices viendo cómo nuestros suspiros se dispersaban corriente abajo.
Me dejas en un monte solitario, seco, con una brisa en sopor que no logra serenar lo bravío de estas tierras. Tus dedos rozaron esta planta desértica, fenecida; esa caricia joven que sosiega el espíritu de los potros salvajes, de largas correrías.
Tu melena de diosa azteca; el olor de tu esencia que lo resumía todo. El sabor de tus labios briosos y tu exhalación agitada que atrapaba mi boca animal. Una noche bastó para enloquecer por tus entrañas y ahora precisaré de mil lunas para rasgar de mi piel la sensación de nuestros cuerpos terremotos.
Te canté una vez y ahora cuántas necesitaré para olvidarte. Qué chillen los acordeones y el bajo solitario, monótono y sombrío; el acento norteño de las melodías de despedidas y de amores truncados. No estoy llorando, es mi cantar; no son lágrimas, son las notas del olvido.