AMLO pierde el zócalo

La marcha del 26 de febrero en defensa de la democracia y del Instituto Nacional Electoral (INE) devino protesta contra el Gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador. Pasó lo mismo con la del 13 de noviembre, cuyo éxito consistió en evitar la aprobación de la reforma electoral en el Congreso. Las baterías están centradas ahora en la Suprema Corte de Justicia de la Nación donde 11 ministros decidirán si el «Plan B» —versión aberrante de la propuesta original y por tanto aún más radical—, se aplica en elecciones futuras o se anula por inconstitucional, según lo consideran las oposiciones y los expertos en la materia.

México ha tenido tres alternancias en la presidencia y de todas está insatisfecho. Reuniones masivas como las celebradas en la plaza de la Constitución y en más de un centenar de ciudades elevan la moral e infunden aliento a una sociedad traicionada por la clase política tradicional y cada vez más adversa a la 4T y a su líder. López Obrador se jactaba de ser el único capaz de llenar el zócalo. Ahora ya tiene competencia. Sin embargo, ya afrontó presiones ciudadanas y pudo superarlas, mas no así sus causas: inseguridad, violencia contra las mujeres… Esta vez no será la excepción, pues sectores igualmente amplios todavía respaldan su Gobierno y las reformas al sistema electoral, como lo refleja una encuesta levantada por el INE.

La ciudadanía volvió a estar muy por encima de los partidos de oposición, cuya falta de credibilidad y liderazgo los ha vaciado de contenido, de votantes y los ha forzado a coligarse para detener su hundimiento. El entusiasmo en las calles y plazas debe ir más allá del momento y convertirse en motor de una verdadera transformación. Más importante es que el ánimo permee en otras capas. Por tanto, es necesario no perder la perspectiva ni echar las campanas al vuelo. El ejercicio democrático del 26-F debe repetirse cada día para formar ciudadanía y levantar muros contra Gobiernos autoritarios y antidemocráticos de cualquier signo.

Si el presidente López Obrador fuera un auténtico demócrata, habría escuchado las voces de los ciudadanos libres, ajenos a los partidos y a los poderes fácticos, y vetado o detenido la promulgación de las leyes del «Plan B». Empero, desde su punto de vista, dar marcha atrás es signo de debilidad y puede convertirlo en rehén de intereses políticos y económicos —nacionales y extranjeros— como lo fueron sus predecesores. En movimientos como los formados en torno del INE y de otras causas, los lobos se mezclan entre los corderos para sacar ventaja. Los oradores del mitin en el zócalo —el exministro de la Corte José Ramón Cosío y la exdiputada del PRI, Beatriz Pagés, del círculo del excandidato presidencial Roberto Madrazo— son enemigos declarados de AMLO, pero aun así tienen derecho a expresar sus opiniones como en todo país libre.

Convertir la defensa del voto, del INE, de la democracia y de cualquier otra bandera legítima en «leitmotiv» para denostar al presidente —él hace lo mismo indebidamente con sus adversarios—, termina por fortalecerlo frente a sus electores y simpatizantes. Ese ha sido siempre su juego. La rijosidad es la peor respuesta para alguien formado en las plazas y en el forcejeo político como López Obrador. Para tener un efecto real y duradero, los movimientos sociales necesitan pasar por las urnas. El valor de las marchas de noviembre y febrero contra la reforma electoral radica en el despertar de la conciencia crítica, sin la cual no hay cambio democrático posible.

PRIAN, el nuevo partido

Las manifestaciones contra el «Plan B» electoral se dieron en el contexto del juicio al exsecretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, declarado culpable de narcotráfico y otros delitos por un jurado del Tribunal Federal del Distrito Este de Nueva York. En el mismo entorno, Felipe Calderón, exjefe del zar antidroga mexicano, propuso fundar un nuevo partido para afrontar a la «dictadura populista». El expresidente propone «resucitar» a los partidos expulsados del poder (PRI-PAN) desde la sociedad, cuando fue ella quien los sepultó. Los políticos recurren a la ciudadanía cuando tienen el agua a la garganta o se han echado la soga al cuello. Después se olvidan de ella.

Calderón finge ignorar que ese partido ya existe y él contribuyó en su creación: es el PRIAN y el PRD en calidad de damnificado. La sociedad entre los partidos fundados por Plutarco Elías Calles y Manuel Gómez Morín inició en el Gobierno de Carlos Salinas de Gortari. Acción Nacional legitimó el fraude de 1988 y desde entonces los antiguos antagónicos unieron intereses para alternarse el poder y cerrarle el paso a la izquierda representada en un primer momento por Cuauhtémoc Cárdenas y ahora por Andrés Manuel López Obrador. Sin la complicidad del PRI, Calderón no habría sido presidente. Y sin el PAN, Peña Nieto tampoco habría asumido la presidencia. El intercambio de favores tuvo una alta cuota de impunidad.

Después del general Lázaro Cárdenas, la regla de que los expresidentes no intervenían en política se rompió con la llegada al poder de AMLO. Hablar de un pacto con Peña carece de fundamento, pues el priista no tenía nada que ofrecer. Los tratos los fuerzan elecciones fraudulentas o inequitativas como las de Salinas, Calderón y Peña. López Obrador obtuvo legitimidad con una votación sin precedente. El fantasma de García Luna estuvo presente en la marcha en favor del INE, pero no la opacó. Los partidos fueron exhibidos por su incapacidad para gobernar y la corrupción desbocada de los tres últimos sexenios.

El expresidente Calderón tampoco inventa la pólvora cuando advierte que el futuro de los partidos depende de la ciudadanía, pues ningunas siglas ganan por sí solas una elección. Calderón y su esposa Margarita Zavala contribuyeron al derrumbe del PAN. La ruptura con el partido que los había encumbrado la provocó la soberbia y el ansia de poder. Además, le restaron votos a Ricardo Anaya, principal opositor de AMLO en las elecciones presidenciales de 2018, quien utilizó su cargo como líder de Acción Nacional para conseguir la candidatura. Al mismo ardid recurrió el priista Roberto Madrazo en 2012 con idénticos resultados: una derrota aplastante.

La crisis de autoridad y liderazgo es tal que cualquier opositor de López Obrador, sin importar sus méritos y antecedentes, se convierte en potencial salvador de la patria. Hoy es Calderón, quien nombró y sostuvo a García Luna en la Secretaría de Seguridad Pública a pesar de las sospechas y denuncias por su relación con el narcotráfico y las acusaciones de enriquecimiento. Inspirado acaso en el expresidente de Colombia, Álvaro Uribe, con quien comparte la vena autoritaria, es posible que Calderón pretenda convertirse en la figura que determine el rumbo del país. Sin embargo, a ambos políticos se debe, en parte, el ascenso de la izquierda a la presidencia: AMLO en México y Gustavo Petro en Colombia, cuyas políticas reformistas han levantado ámpula entre el conservadurismo y sus aliados.

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