Antivacunas y chupacabras

Más de una vez he defendido el concepto de educación y cultura que trasciende el número de escuelas presentes en un país o conocer de memoria las obras de tal o más cual clásico de la música o la literatura.

Educación y cultura van más allá de las clases impartidas por un profesor. Al saber académico se debe añadir el conocimiento del entorno que nos rodea, las reglas básicas del comportamiento social y la importancia de lograr que nuestras relaciones interpersonales ayuden a la solidez de nuestra propia existencia en grupo. A la cual, a propósito, nos hemos sometido desde hace cientos de miles de años. Nos guste o no, los seres humanos somos animales sociales, vivimos en manada y a la manada se le protege. Así te consideres ermitaño, la ropa que usas o la comida que consumes fue elaborada por alguien más. O sea, aunque te encierres en tu cuarto o emigres a la montaña más alta —no te lo recomiendo porque está repleta de turistas— hace rato que estás dentro del clan global.

Quizás por eso me cueste aceptar —no comprender— las razones que esgrimen los defensores del movimiento antivacunas para no solo pasar por alto ser inmunizados sino para promover, además, que otras personas se sumen a su causa.

En este punto no faltará quien diga: Así como un antivacunas no puede obligar a otro a que desista de la inmunización, un provacunas tampoco puede obligar a otro a que pase por el hospital para recibir el pinchazo. La dirección es la misma, pero el sentido es contrario. Los primeros piensan en el individuo. Los segundos, en la sociedad.

En cualquier ámbito de la vida, imponer la voluntad sobre terceros representa un ejercicio tiránico. Incluso en nuestro rol de padres, a veces sentimos «feo» cuando estamos obligados a restringir las acciones de nuestros hijos así sea para protegerlos de ellos mismos. «Eh, no agarres ese cuchillo», por ejemplo.

No es de extrañar entonces que el derecho a la libertad individual está inscrito de un modo u otro en las Constituciones de cada nación —más allá de que se respete o no— e incluso la Biblia lo recoge con aquello del libre albedrío —más allá de que paguemos caro si nuestras decisiones no complacen al Señor— pero cada vez que alguien elige no vacunarse lo decide desde una postura egoísta que, en el colmo de la inocencia o la insolencia —escoja usted— muchas veces es justificada con la frase «yo no me he vacunado y sigo vivo». Sí, lo está, en buena medida, por quienes sí nos hemos inmunizado para evitar que la COVID-19 toque la puerta de su casa.

Ahí tenemos a Miguel Bosé, Aaron Rodgers, Rob Schneider, Nicki Minaj y Novak Djokovic… entre otros. A todos ellos, les digo: «Por nada. Y gracias».

Cuando alguien llega para decirme que no puede hacer esto o aquello porque su religión lo prohíbe, no tengo ningún problema con eso. En cambio, cuando llega para decirme que yo no puedo hacer esto o aquello porque su religión lo prohíbe, entonces sí tengo un grave problema con eso.

En el caso de los antivacunas, no se trata siquiera de religión. En el mejor de los casos, es necedad. No quieren ser inoculados con ninguna fórmula anti-COVID, pero la inmensa mayoría sí fueron vacunados cuando niños para prevenir otras enfermedades.

Se escudan detrás de teorías conspiratorias, nanotecnología maliciosa, manipulación experimental o recelos médicos que, mínimo, no son apoyados por el gremio de galenos internacional. Las cifras de contagios y muertes, sin embargo, sí están a la vista. Y al inicio los números no pasan de ser abstracciones que rara vez mueven los corazones, qué decir las neuronas. Pero cuando los números comienzan a tener nombre y apellidos ya nos pega más fuerte. Ni qué decir cuando la enfermera o el doctor que conocemos hace años nos dice que alguien murió por COVID. ¿Acaso alguno de ellos forma parte del complejísimo complot internacional planeado para nivelar la población mundial? Una especie de Thanos que no requiere gemas ni brazalete. En realidad, la capacidad humana para llenar los hoyos de la ignorancia con excusas fabricadas a modo no tiene límite.

Pero recordemos el dicho: «Para que el mundo sea mundo, tiene que haber de todo». Eso incluye gente que no crea en la importancia de vacunarse, aunque sí en el chupacabras y la Tierra plana.

La Habana, 1975. Escritor, editor y periodista. Es autor de los libros El nieto del lobo, (Pen)últimas palabras, A escondidas de la memoria e Historias de la corte sana. Textos suyos han aparecido en diferentes medios de comunicación nacionales e internacionales. Actualmente es columnista de Espacio 4 y de la revista hispanoamericana de cultura Otrolunes.

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