¡Ay!, dolor

La historia política de México nos ofrece una riquísima herencia de lecciones de las cuales, sin embargo, no hemos obtenido prácticamente ningún aprendizaje significativo. En una revisión histórica de apresurado abordamiento, lo primero que salta a la vista es una deplorable falta de unidad cuya consecuencia visible ha sido la polarización sostenida desde su vida independiente hasta nuestros días, inclusive.

En efecto, la fundación de la nación mexicana, a partir de la consumación de su independencia de la metrópoli española, se hizo sobre la base de problemas de carácter muy profundo. Uno de ellos fue, lo reitero, la falta de unidad; sus efectos en la vida de la nueva sociedad se manifestaron en la polarización de visiones y opiniones políticas en el proceso constructivo de la patria. Los resultados fueron, y lo son todavía, naturalmente desastrosos.

El desastre está fundado en el hecho irrefutable de que nuestros políticos, los de antes y los de ahora, inclusive, no han sabido hacer una lectura coherente de los peligros que implica que las diferencias partidistas e ideológicas se privilegien sobre los intereses de la nación.

La historia política mexicana de la primera mitad del siglo XIX plantea problemas muy complejos y de difícil abordamiento. Uno de ellos se encuentra en que los actores políticos de aquel momento no lograron precisar el concepto de facción, grupo de interés o de partido, y siempre vieron a lo opuesto como un enemigo a vencer de cualquier manera, incluso aniquilarlo, sin que mediara ninguna intención comprensiva de las razones del otro.

El problema es de origen. El pensamiento político mexicano de esa primera mitad del siglo XIX encontraba sus modelos en los pensadores ingleses y norteamericanos del siglo XVIII, quienes mantenían una visión sumamente negativa sobre los partidos políticos porque representaban visiones distintas sobre un mismo asunto.

A pesar de eso, sin embargo, ambas naciones pudieron establecer partidos políticos maduros que aceptaron a la oposición y vieron con buenos ojos la posibilidad de la alternancia pacífica en el poder, enmarcado en un clima de tolerancia fundada en una buena actitud para escuchar y dialogar con esos otros.

Pero no es el caso nuestro. Una característica del proceso político mexicano es que se aleja mucho de esa práctica de sana postura ante el otro. En la vida práctica, lo anteriormente dicho tiene consecuencias. Por ejemplo, en México no son bien aceptados los resultados de las elecciones; esto se debe a que la clase política del país no ha logrado desarrollar suficientemente el principio de tolerancia de lo que está en el entorno político. Incluso ni siquiera se le concede a la oposición una existencia legítima.

Los políticos mexicanos, formados en la teoría política del siglo XVIII, no encontraron, a la hora de hacer patria, ni pensadores dónde fundar su reflexión ni argumentos contundentes en favor de la construcción de verdaderos partidos políticos con ideas y principios que les permitiera tener una visión clara del país que querían construir. Sin ese soporte, terminaron construyendo facciones que sólo atendieron a sus intereses de grupo cerrando con ello toda posibilidad de apertura hacia otras formas de mirar el mundo.

Los políticos de entonces se encontraron en una zona pantanosa, difícil de moverse entre ella, incluso sin salida. Al negar a los otros, y la conveniencia de su existencia, negaron también la construcción de una democracia representativa que, naturalmente, requiere de elecciones. La zona pantanosa, sin salida, está en que no puede haber elecciones sin alternativas reales dónde contrastar propuestas. Es decir, se necesitan los otros para poder tener opciones, no sólo de elección sino de construcción.

La historia del México independiente mantiene un fenómeno recurrente convertido casi en una patología: el grupo, la facción o el partido que gobierna en el momento de las elecciones, casi siempre triunfa en ellas.

No habría ningún problema si se atiende sólo a reconocer el resultado del conteo del sufragio. Pero una lectura cuidadosa revela otra cosa. Lo que nos dice ese hecho en realidad, es que las élites políticas no fueron capaces de encontrar un cauce institucional a la existencia de partidos con ideas y propuestas distintas. Y entonces eso significa que, en el Gobierno en turno, nadie pudo ceder a la tentación de intervenir directamente en el proceso a fin de conservar o, incluso, incrementar el poder.

Esa es su meta y el resultado es nocivo para la vida ciudadana y peligroso para la construcción de la democracia. El Gobierno que interviene en ese proceso constructivo ensucia el acto cívico en el que el ciudadano trata de participar en la elección del tipo de sistema político que desea para el engrandecimiento de su patria.

Pero, además, el Gobierno que mete mano cae en la grave falta de violentar las leyes y, peor aún, deja de cumplir con la responsabilidad asumida de gobernar. Y ante esa carencia todos los vacíos de gobernabilidad son llenados por cualquiera.

Y en Gobierno de Andrés Manuel, llevamos cuatro años de no Gobierno. Enfrascado en una guerra sin cuartel contra los que él llama adversarios, conservadores, corruptos y otras lindezas surgidas de su boca en un lenguaje florido, siempre ligero para el insulto, pero inservible para el diálogo, no ha tenido tiempo para atender los problemas vitales por los que el país pasa e, irremediablemente, lo vulneran.

Presidente de seso duro para razonar, sin oídos que permitan escuchar las voces democráticas a su alrededor, ciego ante los acontecimientos que desfilan ante su mirada, prefiere refugiarse en la reacción visceral antes que instalarse en la razón.

¿Por qué le dolió tanto al presidente la marcha ciudadana en defensa del INE? No tengo respuesta, pero me parece que la contramarcha que encabezará él mismo, está acorde a la víscera que lo sostiene, es una reacción de niño malcriado, berrinchudo que quiere jugar a las vencidas para ver quien es el más fuerte. Cosa inútil e infamante para la investidura presidencial pues sólo acentúa la polarización y hace más grande la falta de unidad de este país en torno a sus asuntos vitales.

Mejor sería sacarle provecho a esa magnífica herencia de lecciones que la historia política de México nos ha dejado. Porque a todas luces nos dicen con mucha claridad la urgente necesidad de convivir en un clima de tolerancia, demás del respeto obligado que se debe mantener con todas aquellas personas, grupos, partidos políticos, que piensan diferente.

Sólo a través de la unidad será posible la construcción de un México fuerte y respetado en el ámbito de las naciones que en el mundo existen. Los berrinches no tienen cabida en los actos de gobernabilidad.

San Juan del Cohetero, Coahuila, 1955. Músico, escritor, periodista, pintor, escultor, editor y laudero. Fue violinista de la Orquesta Sinfónica de Coahuila, de la Camerata de la Escuela Superior de Música y del grupo Voces y Cuerdas. Es autor de 20 libros de poesía, narrativa y ensayo. Su obra plástica y escultórica ha sido expuesta en varias ciudades del país. Es catedrático de literatura en la Facultad de Ciencia, Educación y Humanidades; de ciencias sociales en la Facultad de Ciencias Físico-Matemáticas; de estética, historia y filosofía del arte en la Escuela de Artes Plásticas “Profesor Rubén Herrera” de la Universidad Autónoma de Coahuila. También es catedrático de teología en la Universidad Internacional Euroamericana, con sede en España. Es editor de las revistas literarias El gancho y Molinos de viento. Recibió en 2010 el Doctorado Honoris Causa en Educación por parte de la Honorable Academia Mundial de la Educación. Es vicepresidente de la Corresponsalía Saltillo del Seminario de Cultura Mexicana y director de Casa del Arte.

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