Cambiar de estrategia

México ha pagado caro por llegar tarde a ciertas citas. Los problemas del país no solo son causados por gobiernos venales e incompetentes, neoliberales o populistas, sino también por sociedades indolentes, acríticas y ensimismadas. Mientras las minorías instaladas en la cúspide económica y política se desentiendan de la base donde se sustentan, la injusticia crecerá de día en día y el descontento social encontrará salidas en las urnas o fuera de ellas. El escritor y político francés André Malraux sentenció que los pueblos no tienen «los gobiernos que se merecen», como el jurista y político español Gaspar Melchor de Jovellanos había advertido más de dos siglos atrás, sino «los que más se les parecen».

La calidad de la democracia, en México y en cualquier lugar del mundo, refleja el carácter individual y colectivo de sus habitantes. Deploramos, con razón, que los congresos federal y locales estén poblados casi en su totalidad de zánganos y funámbulos, pero la respuesta a la postulación de candidatos probadamente incapaces y corruptos es la inasistencia a las urnas, dejar que las estructuras partidistas decidan por las mayorías. La crisis de liderazgos se debe en gran medida a la falta de participación y compromiso ciudadano. En circunstancias como las actuales, ¿dónde están los Clouthier, a escala nacional?; y en el plano local, ¿quiénes denuncian los abusos del moreirato? Por haber degenerado en ejercicio innoble, los empresarios, los profesionistas, los obreros y otros agentes prefieren darle la espalda a la política.

El problema ha sido justamente ese: dejar en manos de los partidos y de políticos inescrupulosos la toma de decisiones en las ciudades, el estado y el país. El poder es hoy la vía más rápida y segura para el enriquecimiento. Coahuila es ejemplo nacional de cómo en un docenio pueden vaciarse las arcas públicas y endeudar a varias generaciones mientras el gobierno de turno pasa las de Caín incluso para atender las demandas más apremiantes de la sociedad y los requerimientos mínimos de la administración para su funcionamiento. ¿Cómo investigar los feminicidios, entre otros delitos graves, si el Ministerio Público carece de lo indispensable?

El país está agitado. El malestar por la forma como Andrés Manuel López Obrador lleva las riendas del Estado exaspera y se expresa de mil maneras. Las manifestaciones, los plantones —al margen del número y el estatus de sus participantes—, las redes sociales y las columnas políticas reflejan ese descontento con entera libertad. En algunos casos, incluso, con igual o mayor fanatismo del que se critican en AMLO y en sus huestes. Si la movilización es una siembra cuyo fruto puede ser un país más democrático, pedir la renuncia del presidente es inútil. Primero, porque no se concederá; y segundo, por los riesgos implícitos. De ser asequible, en el futuro cualquier grupo o movimiento podría exigir lo mismo y el país caería en la ingobernabilidad, en el caos.

La estrategia para afrontar y eventualmente vencer a un líder como AMLO debe cambiar; la actual, desde un principio, fue un fracaso. Al presidente lo nutre la controversia, la polarización, y en ese juego incurren sus adversarios del sector privado, los intelectuales, los medios de comunicación y la «comentocracia». El apóstol de la 4T reta a juntar 100 mil personas en el Zócalo como condición para renunciar. ¿Y cuál es la reacción del movimiento anti-AMLO más visible? Caer en la trampa, en la provocación y al final quedar en ridículo. ¿Cuál es la mejor ruta? Sin abandonar la crítica, organizar a la sociedad, concienciar a los electores y lo más importante: convertir el desahogo en votos, respetar las reglas de la democracia y curar sus males con «más democracia», según aconseja Alfred Smith, exgobernador de Nueva York y primer candidato católico del Partido Demócrata a la Presidencia de Estados Unidos.

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