No tiene nada de extraordinario aseverar que una misma noticia provoca diferentes grados de impacto en dependencia del lugar en que ocurre y el lugar en que se comenta. Es principio básico del periodismo, incluso, priorizar la noticia local por sobre la foránea —a menos, claro está, que la segunda sea demasiado importante—. Sin embargo, lo que sí me resulta curioso y, en buena medida, paradójico, es encontrar un suceso informativo que llame más la atención al otro lado de las fronteras del país donde sucede que en territorio nacional, especialmente si se trata de un acontecimiento político.
Pues eso acaba de suceder con el anuncio de la renuncia de Raúl Castro al cargo de primer secretario del Partido Comunista de Cuba. Fuera de los medios oficiales —que en el caso de la mayor de las Antillas, por si alguien aún lo desconoce, pertenecen todos al gobierno— el seguimiento de la noticia dentro del contexto social no pasó de ser comentario de un día.
Mientras la prensa extranjera hacía —y sigue haciendo— eco de este hecho, comparte análisis, arriesga conjeturas sobre el futuro del archipiélago, publican extensos recuentos sobre la vida y labor política del menor de los hermanos Castro, en las calles cubanas, el anuncio de su máximo representante no pasó de ser chisme de un día.
Y digo máximo representante porque Miguel Díaz-Canel, quien debe heredar la plaza una vez que quede vacía, jamás ha sido tomado con seriedad por parte de la población cubana. Su principal función, a juicio de la sociedad que mejor lo conoce, se limita a darle un nombre al puesto de presidente y, mañana, hará lo mismo con el cargo de primer secretario del Partido Comunista de Cuba. Mientras un Castro viva —y agrego yo: mientras un sobreviviente del Ejército Rebelde respire— el destino de la nación caribeña no será puesto en manos de nadie más, mucho menos de un civil. Los veteranos de guerra jamás lo permitirán.
Con el altísimo grado de sometimiento en que mantienen a los habitantes del país, gracias a los mecanismos de represión desarrollados y perfeccionados durante más de seis décadas, dueños de los medios de producción —detalle sobre el cual desgañitaban el viejo Marx y su amigo Engels—, al mando del Ejército y una experiencia colectiva que no llena ningún político «de escuela», los vejetes están convencidos de que no requieren ocupar un puesto oficial para marcar el derrotero de la nación. Y lo peor, es que no se equivocan.
No será la generación que hoy coquetea con el poder y juega a llevar las riendas del gobierno, como el niño que juega con las bridas de un caballo de madera mientras su papá lo permite, la que resuelva los graves problemas que atraviesa Cuba.
No será Díaz-Canel —discípulo y mascota de Castro— quien se ajuste los pantalones para abrirle la puerta al pluripartidismo, vacíe las cárceles de presos políticos, tenga un acercamiento serio y respetuoso con la oposición, haga valer los derechos humanos o permita que la prensa cumpla su rol crítico. Quien espera un Gorbachov en guayabera, tendrá que hacerlo sentado.
Pero con suerte —y cuando digo suerte, digo trabajo y comprometimiento con la causa emancipadora— los grupos disidentes podrán dejar a un lado sus múltiples divergencias y fusionen criterios y estrategias para enlazarse en un proyecto común de nación. Será de ahí, de donde provenga el verdadero cambio que Cuba requiere. No de la renuncia de un anciano colmilludo que encandila a extranjeros, pero no despierta expectativas en sus connacionales.
Tanta es la indiferencia generada por la renuncia de Castro al interior del archipiélago —y el temor que todavía despierta ese apellido en algunos— que cuando me empapaba sobre el tema para preparar esta columna, le comenté a un amigo que allá vive sobre el contenido de la misma, mi objetivo y el ángulo desde el cual la abordaría. No estoy del todo seguro si comprendió o no, pero me preguntó por el título y, al responderle, luego de meditarlo un par de segundos me aconsejó lo mismo que yo hubiera dicho si aún viviera en La Habana. «Mira, si de Castro se trata, mejor déjalo afuera. Por si acaso, no vaya a ser».
Un comentario en “Castro adentro, Castro afuera”