Ciclovida

La voz de su mamá, que provenía del dormitorio, era como un grito tribal de guerra, un coro de tambores golpeados con furia. Las paredes del único piso que daba forma a su casa se remecieron. El mensaje fue claro: tenía hambre, quería comer inmediatamente y no había a la mano nada que pareciera alimento.

Con la cara pegada a la ventana, sucia por las gotas secas y terrosas de la llovizna capitalina, Nora opacaba el vidrio aún más con su aliento. Su respiración era profunda, como si con ello pudiera disolver la barrera que la separaba del exterior. La sala, más pequeña que el dormitorio, era un refugio temporal. Su madre quedaba fuera de su campo de visión y así era más sencillo ignorar los aullidos que profería.

De un momento a otro, su tío Rulo se hizo presente. Aporreó la puerta de la casa, un tablón de madera con los bordes pelados, como si se estuviera peleando con él, como si tuviera delante al vecino más antiguo de la cuadra. Al infeliz lo agarró a patadas la noche anterior, porque se le ocurrió pedir al tío y sus amigos que detuvieran el escándalo de música y carcajadas que habían desatado y guardaran la caja de cervezas que se renovaba sin demora apenas abrían la última. Era medianoche, hora en la que no hay distancias y los ruidos parecen ocurrir en todo sitio al mismo tiempo. Con el vecino ensangrentado, camino a que lo atienda un médico, la juerga continuó hasta el amanecer.

Nora lo había visto llegar apurado, como siempre, pero no abrió hasta que los golpes hicieron una grieta más a la vieja madera. Ella deslizó el pestillo y tuvo que saltar para que la puerta no la derribara. La luz de la tarde se metió a la sala como una ráfaga que eliminó las sombras. A cada paso de Rulo, que avanzó sin mirar atrás, un aroma embriagador se fue apoderando de la casa. Se dirigía al dormitorio de su hermana con una bolsa colgando de su mano derecha y que contenía un pollo a la brasa. En ese instante, durante los segundos que bastaron para que el olor del aderezo tomara posesión del lugar, Nora tomó su vieja bicicleta, oculta tras el sofá de cojines endurecidos por el tiempo, y rodó hacia la calle.

En pocos minutos alcanzó la avenida 28 de julio y se la tragó el torrente tumultuoso de vehículos. La presión para que abandone el carril derecho superaba su ímpetu. El cobrador de un bus, prendido de la puerta como un chimpancé que amenazaba estirar el brazo y pellizcarle una pierna, le lanzó un beso, un chasquido alargado que le dio asco. Nora no se amilanó y puso mayor empeño en los pedales, sintiendo el jeans a punto de reventar con la hinchazón de sus muslos. Percibió las copiosas gotas de sudor bajando por su pecho todavía plano, las sienes inundadas, la camiseta pegada a las axilas. Quería sombra, pero la única cercana, y que desdeñó por peligrosa, era de los buses corriendo a su lado y que le llevaban un cuerpo de alto.

Rulo entró entusiasmado al dormitorio de su hermana, quien había dejado que su cuerpo se extendiera por completo sobre el colchón. Se veía como un cetáceo varado en la playa. La cama era pequeña, de plaza y media, y calzaba perfecto en el extremo izquierdo de la habitación. La estructura metálica que la soportaba había cedido y parecía esbozar una sonrisa cómplice. En el lado opuesto, las sábanas enredadas, como un laberinto de algas, decoraban el colchón aún más pequeño de Nora. Con el olor del pollo, la mujer  estremeció. De pronto, era una gelatina que temblaba de alegría y emitía gritos emocionados, igual que un perro que se queja de un pisotón. Abrió los brazos para recibir a Rulo, sin perder de vista la bolsa que se mecía como un péndulo en los dedos torcidos de su hermano.

Rulo hizo el preámbulo de los saludos, de preguntarle si se sentía mejor, si la vio el doctor otra vez, que por qué no hace el intento de abandonar la cama, así podría llevarla al centro comercial nuevo que está en la avenida. Pero ella se ahorró muchas explicaciones, algunas pocas palabras dejó salir y se referían a que Rulo se veía bien, que la barba lo hacía más viejo de lo que era, pero lindo de todas maneras, y que olía rico eso que le trajo y que ya sabía qué era. Él comenzó a reír satisfecho, había logrado que el buen humor de su hermana floreciera. Entonces, hizo un espacio sobre la pequeña mesa ubicada entre las camas, apartando las cuatro o cinco bolsitas de papel con ellogo del seguro social y las tiras de pastillas que contenían, todo alrededor de un vaso con restos de un líquido espeso que parecía un jugo de papaya oxidado y una jarra de vidrio desportillada. Sus ojos continuaron el recorrido hasta la cocinita a querosene, puesta en la única esquina libre, delante de la cama de Nora. Sintió asco por la olla que la coronaba, chancada por todos sus lados, ennegrecida y con restos malolientes de un guiso sin fecha. Enfurruñado, gritó el nombre de Nora como un hincha en el estadio que insulta al árbitro por no cobrar un penal. Dejó el pollo embolsado sobre la mesa y volvió a gritar, más rabioso porque la chica no contestaba, sumando al nombre un carajo y la amenaza de hacerle sangrar la cara. Cuando volvió a la sala, porque estaba decidido a romperle los huesos a la muchacha, solo encontró la puerta de la calle abierta. Maldijo y, a voz en cuello, con los pies sobre el cemento cascado de la vereda, avisó a su hermana que ya volvía, que lo esperara.

La mujer escuchó el arrastre del tablón de la entrada y llamó a Rulo con voz desfalleciente, casi agónica, pero solo al principio. De un momento a otro, se volvió potente, atronadora, parecía el rugido de un león hambriento. El olor de la comida caliente le recordaba que el pollo a la brasa estaba ahí, cerca, a un palmo, y solo tenía que bajar de la cama para comérselo. Pero no se atrevió. Debía esperar a Rulo, pero ¿cuánto tiempo? El estómago comenzó a crecerle, quejidos internos aparecieron en varios puntos del vientre, como lamentos; la saliva brotó abundante, escapando por una comisura. Retiró la sábana que la cubría. Por instinto, buscó el brazo huesudo de Nora, pero al dar con la nada clavó su puño sobre la cama, colérica. Consiguió sentarse al borde del colchón, el sudor meloso en toda su piel, las articulaciones de sus hombros ardiendo. Mientras recuperaba energía, y a la espera de que su respiración volviera a un ritmo normal, se enfocó en el objetivo: la bolsa del pollo.

La mesa estaba a un metro de la cama, pero sabía bien que todas las distancias, para ella, eran largas. Así que empezó. Intentó pisar firme, aunque no pudo apaciguar el temblor de su cuerpo flácido. Decidió que le rompería un palo de escoba en la cabeza a Nora, por no estar, por obligarla a esto. Aprovechando que le tomaría tiempo llegar al pollo, se puso a imaginar todas las formas posibles de castigar a su hija y en todas abundaba el dolor físico, provocado por sus dedos, orugas rígidas y gordas, o por lo que tuviera a mano, como el bacín, por ejemplo, cargado de orines fermentados. Emocionada, se dio cuenta de que sus uñas grasientas tocaban ya el borde de la mesa. Una risa diabólica alborotó su garganta. El júbilo que experimentó ayudó a que le importara poco no tener dónde sentarse. Cogió la bolsa y la desgarró con desespero, creando hilachas de plástico a pesar de que no hacía falta, porque no tenía nudo. Sacó la caja de cartón y la destapó a la altura de su nariz. Con los ojos convertidos en dos ampollas rojas, hizo un recorrido minucioso del ave y le arrancó una pata. En la presa quedaron marcadas las fauces de un animal salvaje y masticar el gran trozo de carne se le hizo complicado, aunque asumió el reto con entusiasmo. De inmediato, sin engullir la masa ensalivada, volvió a morder la pata tibia y jugosa. El nuevo bocado, ya dentro, empujó el anterior hasta la garganta y, sin que la lengua lo pudiera evitar, se atascó. La mujer soltó la caja. El pollo mutilado, las papas fritas, un pote de ensalada, todo terminó regado sobre la mesa. Intentó escupir, pero no tuvo éxito. Aterrada, se metió las manos a la boca para tratar de alcanzar la carne, en vano. Pronto, su cuerpo se desplomó y el rostro le cambió de color, de un rojo encendido a un violeta sin luz, y de ahí a un azul nocturno. Al final, con el último resto, dio golpes a su pecho, el puño cerrado y tres toques, como en la misa, por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa, y fue todo. Expiró con los ojos muy abiertos, quizás sorprendidos de lo que alcanzaron a ver.

Nora abandonó 28 de Julio antes de llegar a la plaza Manco Cápac. Entró al asfalto pedregoso de la avenida del mismo nombre y no se detuvo hasta el cruce con Isabel La Católica. Allí, aprovechando la luz roja, hizo lo posible para recobrar el aliento porque iba a continuar, quizás hasta la avenida México, o simplemente hasta que se sintiera en verdad lejos. Apoyó la bicicleta en una pared cercana, pintada con un mensaje que decía «Terreno en litigio», y se sentó a la sombra. Le incomodaba la humedad caliente de su camiseta. Hervía. Creyó morir, pero no por las sensaciones de su cuerpo. Desde un lugar que supuso parte de un sueño filtrado a la realidad, escuchó la voz de Pepe que le decía hola. ¿Qué hacía por aquí a esta hora? Él, fresco como recién duchado, se acercó para darle un beso en la mejilla. Nora enrojeció, salía fuego de su cara, y pensó en el asco que Pepe debía sentir por la transpiración de su piel, el efecto de papel engominado despegándose luego del saludo. Él olía rico. Ella enmudeció.

—Está de puta madre tu bicicleta.

No se acordaba de la bicicleta. El armatoste aquel tenía su edad y así difícilmente podía calificar como de puta madre. Creía, incluso, que las llantas de superficie lisa y rayos oxidados se desbaratarían si continuaba avanzando, pero prefirió no ahondar en detalles desalentadores. Trató de mirar los ojos de Pepe, de sumergirse en el océano marrón de sus pupilas, como escuchó en alguna canción de la radio, pero fue imposible. Demasiado intensos para su abrumadora timidez. Y al esquivarlos, terminaba fijándose en el paso veloz de las combis que repletaban Manco Cápac tras él, pequeños aviones gordos incapacitados para alzar vuelo. Él no paraba de hablar.

 —¿Verdad que te cambias de colegio?

No, no era verdad. No había cambio, simplemente se iba del colegio. O, para decirlo con abierta sinceridad, la retiraban. Como no había quién se hiciera cargo de los cuidados de su madre, ella era la suertuda, la ganadora del puesto, la más calificada, su ocupante natural después de todo, ya que no recordaba a nadie más haciendo las labores que siempre hizo. Sin horario de entrada ni salida, con almuerzos incluidos —las sobras que dejaba su madre— y un techo bajo el cual dormir. Todo lo necesario para la vida. Pero nada de esto le contó a Pepe. Luego de un breve silencio incómodo, cayó en la cuenta de que debía asentir con la cabeza, al menos, y así lo hizo, para quedar luego hipnotizada, escudriñando el avance del tráfico tras el muchacho.

—Carajo, esa vaina no me gusta… no me gusta nada. O sea, no te voy a ver más.

Nora volvió a enrojecer. Porque apuntó sus ojos sobre él, con descaro, apenas terminó de escuchar cómo Pepe confesaba su desazón, y le provocó abrir la boca, mucho, tanto que imaginó que se vería como los hipopótamos del zoológico. Cuando se dio cuenta de lo que su cara hacía, el intento por disimular la delató más, pero no se detuvo en la vergüenza y se enfrascó en un repaso de sus encuentros con Pepe, de las veces que dentro del colegio él le había dirigido la palabra en forma, por decirlo de alguna manera, amable. Solo recordaba la tarde en que le pidió un par de céntimos porque no le alcanzaba para el pan con chorizo. Ni siquiera hubo una mirada, de aquellas que descubres atentas a tus movimientos, ansiosas porque se crucen con la tuya, no importa si es leve, casi imperceptible, hecha con el rabillo del ojo. Pepe nunca hizo algo así, y le constaba porque el último año había estado al tanto de él, de sus llegadas tarde, de sus descarados esfuerzos por copiar en los exámenes y del incesante chacoteo contra la mayoría de profesores. También le había visto atender, con inédito entusiasmo, algunas clases de historia, preocuparse por el estado de su cabello con una frecuencia exasperante y mirar alelado a Pamela, la chica que se sentaba tres carpetas delante de ella. Por eso no entendía a Pepe, esa súbita pena, la declaración que le acababa de hacer. No lo entendía, pero sí la emocionaba, como en los cumpleaños sorpresa donde nadie te saluda el día entero y al final, cuando vuelves a casa, se devela el engaño y de golpe recibes una dosis extrema, casi insoportable, de cariño y felicidad. Nada más que, mientras reflexionaba vencida por el encanto adolescente del muchacho, oyó con asombro y turbación su risa de hiena histérica y el hechizo se cortó, y de su rostro cruzado de arrugas alegres brotó la fría verdad: era una broma, Norita, y él manoteó con dureza el hombro frágil de Nora, como si se tratara de una compinche de toda la vida. Solo una broma.

A ella le quedaron segundos nada más para procesar el efecto de la carcajada, que se fue diluyendo absorbida por ronquidos de motor y bocinas chillonas. Pero alcanzó a ver el cambio brusco de expresión en la cara de Pepe, la mueca alegre que se deshizo y se convirtió en un gesto de sorpresa, desconcierto, incluso alcanzó a ver miedo en ese rostro y la huida que siguió. A ella le brotaron lágrimas copiosamente. Era el efecto del jalón, el cuero cabelludo exigido al límite de su resistencia, la pérdida repentina de un buen manojo de sus cabellos hirsutos. La necesidad de gritar se le cortó.

—¡Maldita perra, te encontré!

El tío Rulo mordía las palabras, su agitación era grande porque caminaba la vereda a trancos extensos y arrastraba a Nora hacia el taxi amarillo y descalabrado que esperaba cruzando Isabel La Católica. Antes, se dio maña para coger, con la fuerza del brazo que tenía libre, la bicicleta que reposaba serena contra la pared y la lanzó con estudiada precisión a la pista, para que las llantas del primer bus que apareció la hicieran añicos. E4

Lima, Perú, 1975. Publicista de profesión, fanático del cine y lector voraz, su interés por la creación literaria inicia en su época de estudiante, obteniendo en los años 1995 y 2000 el tercer y primer lugar, respectivamente, del concurso de cuentos del Boletín Publicitario del Instituto Peruano de Publicidad. Desde entonces, ha recibido una serie de menciones a su trabajo, entre las que destacan el primer lugar en el concurso de microrrelatos «50 palabras en Facebook» del Tercer Festival de la Palabra de la Pontificia Universidad Católica del Perú en 2016; mención honrosa en el concurso «El cuento de las 1000 palabras» de la revista Caretas en 2016; y ganador del «Premio Latinoamericano de Primera Novela Sergio Galindo» 2021 con Avenida Colonial.

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