Escribir un libro, el gozo de crear y construir a partir de letras es una aventura a la que no muchos se lanzan; impregnar de emociones el papel es una capacidad a la que todo autor aspira y, como en el caso de La niña Amalia, a veces se logra
«Aquí está mi libro terminado». Así me dijo, decidida, mientras regresaba de su recámara. Frente a mí, de pie, con su bella y cariñosa impronta, ella se abrazaba a un cuaderno que, también, según vi, la había abrasado a ella, a todo fuego, desde la primera hasta la última de sus hojas.
Si, originalmente, esa libreta de espiral había tenido, digamos, unas cien hojas al salir de una papelería, a primera mirada, me parecía tres veces más gruesa. Era demasiado notorio que todas sus cuartillas estaban henchidas de existencias pasadas, presentes y eternas. Las páginas rebosaban salinidad de muchos tipos de lágrimas. La tinta sangre con que fueron escritas había sido el sudor circulante de las huellas dactilares de una mujer disciplinada que, con esas mismísimas manos redactoras, ponía sobre las mías un testimonio humanístico límpido.
Al tocar y sopesar el cuaderno, fui yo la que lloró por dentro. Era yo quien ahora sentía caer el sudor de mis propias palmas. Yo, la de las palabras ausentes, corroboré la misión familiar que había cumplido Cristina Navarro en tan adorable manera.
Cuántas madrugadas, cuántas horas, cuántos renglones, cuántos cotejos, cuántos nudos en la garganta, cuántas remembranzas. Cuánta fe. Cuánta. A cabalidad, las respuestas solo las sabe Cristina, hoja por hoja. Su confesionario de papel siempre será motivo para admirarla.
De ahí en adelante, a aquella libreta tamaño carta le esperaba el proceso habitual para ser transformada en un libro, según podrían afirmar casi todas y todos los enterados de la hazaña narrativa de la escritora jalisciense. Sin embargo, para mí, el libro más enorme de su carrera como escritora ya era realidad tangible.
Pasaron los años y, un día perfecto, llegó La niña Amalia hasta las puertas de mi casa; es decir, de IDÍLEO, el espacio editorial donde tuve el honor de conectarme con Cristina varias veces para cumplir con la encomienda pactada. Durante el lapso correspondiente a la primera corrección de estilo de su obra, mientras mis ojos leían los archivos de «Word» que ella me enviaba, a la vez me bienviajaba a aquella noche en la que vi, toqué y leí su cuaderno. Un escrito de su puño y letra, y a corazón muy abierto.
Con el folio 021, habita conmigo, y con los libros de la sala maestra de IDÍLEO, la primera novela de Cristina Margarita Navarro Navarro. Está colocada en el atril de madera ancestral, originaria de las zonas occidentales aún dolidas por la época cristera, también obsequiado por su autora y su esposo, Óscar Reyes, ambos productores ejecutivos del proyecto editorial. La niña Amalia aquí, en el mismo espacio donde fue tomando su segunda silueta narrativa durante meses, ahora ya bienviene a las y los visitantes con los sellos de La Kristera Editorial y Entre Páginas Editorial. Cristina decidió incluirme en las dedicatorias de su novela. Es un espacio de honor que ella me dio, una vez más, y que va más allá de la lectura epidérmica. Su gesto habla aún más de su nobleza, a cabalidad, tal y como sucede a lo largo de los capítulos de «La niña Amalia». También, en el corpus complementario de la novela, su autora, Cristina, hospedó a mis letras, a manera de prólogo. La dicha no es menos ancha que el volumen de su libreta incomparable y maravillosa.
Cristina y Amalia; Amalia y Cristina: con la sororidad que no sabe de límites temporales ni espaciales, a ambas, mi gratitud vuelta fiesta. Porque sé y siento que han renacido ambas. Porque leo y constato que las pastas de una y otra son indestructibles. Porque confirmo, de nuevo, que el legado es, gracias a ustedes dos, una justa realidad y alegría bárbara para quienes tanto y tanto las queremos.
Ventas y entregas directas de La niña Amalia al teléfono 33 1285 4034 (La Kristera Editorial).
Eternidad de familia
Prólogo de La niña Amalia
Perpetuar existencias. Dar muerte a la muerte. Conquistar la eternidad.
Desde los visionarios precolombinos a los singularistas de la inteligencia artificial: la pulsión por inmortalizar todo aquello que nos genere emociones gratificantes ha sido un desafiante estímulo a la creatividad. Humanidades y ciencias, así como los usos y costumbres de cada época —a su manera— persisten en dar solución a la necesidad de sentirnos amados para siempre. Sin fin. Por los siglos de los siglos. Nos negamos a ver la partida física de amores irrevocables. Queremos confirmarnos, también infinitos, en ojos y palabras que nos quieran con lealtad.
Qué no diéramos algunos por contar con la presencia, sempiterna, de nuestros padres. Cuánto nos reconfortaría la certeza, sin fecha de caducidad, de compartirnos con ellos al dar unos cuantos pasos. Qué diferencia sería marcar los números del vívido timbre de su voz y escucharles decir nuestro nombre hoy, mañana y siempre. Cómo festejaríamos juntos, sin fin, al entregarnos, mano a mano, la flor, el vino, la medicina, el retrato. Con la probabilidad a nuestro favor, la vida sí nos alcanzaría, entonces, al volverse un asidero perenne de amor.
Sin embargo, la verdad es otra. Ellos, padre y madre, y nosotros somos mortales. Condenadamente, finitos. Ninguno sabe cómo ni cuándo el último de nuestros días será ése, el último. Sin más regreso. Cada quien opta y cada quien traza su actuar. O vamos por el mero paso de las horas. O por las horas vamos marcando el paso.
Cristina Navarro creció, y fue nutrida, entre relatos. Su madre, María del Carmen Navarro Peña, sabedora casi fotográfica de tantas historias intergeneracionales, se dedicó a narrarle estampas del México del siglo pasado. Sobre todo una de ellas ubicada en la década de los veinte, en Los Altos de Jalisco. La azorada escucha de la hija y las maternales descripciones ya comenzaban a delinear, sin saberlo, los capítulos de La niña Amalia. La trascendencia del amor entre ellas primero encontró cauce en la oralidad y la memoria sentimental; años después, en el férreo convencimiento de Cristina. Con cuaderno y pluma en mano, ella decidió redactar un íntimo grito de guerra en 2018. No podía dejar que se perdiera el testimonio conversacional sobre la Cristiada y la participación de sus familiares en ella. Sin claudicar durante días, noches y madrugadas, logra asentar en blanco y negro la primera parte del legado materno. Ése que María del Carmen recibió en su infancia y juventud de su padre y de las hermanas de él; y ellos, a la vez, de sus progenitores.
Cuatro generaciones de la familia Navarro respiran a través de la primera novela de una mexicana de valentía aquí probada. Le viene por línea directa. Ella misma lo deja ver a través de su tinta sangre cuando explica, a lo largo de los 17 capítulos que conforman La niña Amalia, que ante el autoritarismo, la inequidad, la soberbia y el egoísmo, no tiene cabida la indolencia. Que ante la tristeza, la ira, la añoranza, la impotencia, nos puede sanar el enamoramiento. Que propios y ajenos, con voluntad, llegamos a ser una misma familia en momentos de luchas y dichas. Que ante el constante acecho de la muerte, es la práctica del amor —en el más ancho, largo y profundo sentido de la palabra— lo que, en realidad, otorga esta otra eternidad a la vida misma.
Con un estilo directo, y no por ello menos sensible, Cristina Navarro retrata varios quehaceres típicos del México cristero. Recrea diálogos entre los personajes protagónicos, secundarios y ambientales. Todos ellos —es necesario enfatizarlo— conocidos de primera mano por la señora Navarro Peña. De igual manera, la madre de la autora recorrió los escenarios jaliscienses que enmarcan la división capitular de la novela.
La sala, las calles, las recámaras, el mercado, el consultorio, la capital, el despacho, el jardín, el comedor, a cada vuelta de cuartilla de La niña Amalia, son transformados en trincheras. Algunas de ellas, calladas; otras, reverberantes. La fuerza de un balazo a veces huele a pólvora y sangre quemadas; en otras, estremece a través del costumbrismo romántico de la época. En la trama de la novela aún hierven tradiciones gastronómicas del occidente gracias al recetario único de los Navarro, llevado a la práctica por manos femeninas entrelazadas en sororidad. Primeros planos de la arquitectura de la época y de la decoración de los espacios, donde convergen la gloria y el mismísimo infierno, provocan que leamos con los cinco sentidos.
Para mitigar las atemorizantes penumbras de las noches en Los Altos, las velas hogareñas se diluyen en gotas de cera que copian las lágrimas de las víctimas y deudos a consecuencia de la Guerra Cristera. Es La niña Amalia una respetuosa manera de visibilizarlos, de volverlos tangibles. En medio del duelo, y entre líneas, la obra nos convoca al perdón para honrar la memoria de los miles de mexicanos masacrados.
La participación política de los hermanos Navarro fue un necesario parteaguas comunitario que merece la justa difusión que tenemos en nuestras manos. De no ser por el entrañable conversar de doña María del Carmen con Cristina, no sólo aquella historia jalisciense de heroicidad por México se hubiera perdido. Tampoco tendríamos hoy la oportunidad de bienvenir —y agradecer por múltiples razones— el surgimiento de otra sabedora de vidas entregada a la creatividad citada en el párrafo de inicio. A través de las palabras escritas con amorosa reciprocidad por Cristina Navarro, el árbol de su familia directa, así como el de tantas familias extendidas, reverdecerá una eternidad.