En efecto, es una cuestión de liderazgos no de dirigentes, porque esto último es de muy fácil realización; basta apelar a una supuesta democracia para que, incluso a través de unos cuantos sufragios, podamos tener un dirigente. Asunto mayor es la aparición de un líder; ese no necesita votos, porque su nivel de influencia es tal que el sufragio pasa a segundo plano.
En mi colaboración anterior afirmé, según mi percepción, que se le había ido el país al presidente. Mi afirmación se basó en los hechos de todos los días, pues la suma de todos ellos constituyen la confirmación de tan grande catástrofe para los que todavía mantenemos la confianza de que México es la casa común y que los gobernantes pueden contribuir genuinamente a convertirla en refugio, centro de identidades comunidad reunida en torno a un proyecto constructivo que nos lleve al desarrollo a partir de sus logros en la administración.
Mi afirmación partía de la más visible obviedad. Se le fue el país al presidente porque ha sido incapaz de concebir políticas públicas para atender los problemas de Estado que un país tan complejo como el nuestro genera a diario; se le fue el país porque la disolución de las instituciones que garantizan el Estado de derecho es una realidad probada —piense en las decisiones de la Suprema Corte o en las Cámaras de Diputados y Senadores—; se le fue el país porque la carrera imparable de la violencia ha alcanzado la meta que perseguía el crimen organizado; se le fue el país porque los feminicidios sin investigar se han convertido en crímenes de Estado; se le fue el país porque el Insabi destruyó el sistema de salud y eso ha dejado a todos en la más absoluta vulnerabilidad; se le fue el país porque las decisiones burocráticas transformaron a millones de estudiantes y profesores en rehenes de una educación que hoy está en el abismo más profundo de su historia; se le fue el país porque el descontento social se desencadenó en una realidad que ya no puede ser enmascarada; se le fue el país porque el repudio generalizado de una parte de los ciudadanos es ya inocultable; se le fue el país porque el abismo de la pobreza más aguda está a un milímetro de todos, porque la economía no avanza, porque el desempleo ha emprendido una carrera imparable ya, porque las promesas incumplidas sólo han corroborado un comportamiento semejante al pasado que tanto desprecia el presidente —a no ser que sea la devolución del penacho de Moctezuma—.
Andrés Manuel no tiene estatura de líder, pero no está obligado a tenerla; a lo que sí está obligado, sin embargo, es a tener estatura de presidente y la fórmula es muy simple: apoyarse en el liderazgo democrático de la colectividad, porque esa colectividad constituye la arteria por donde circulan todos los principios que le dan vida a una sociedad, una sociedad que tiene conciencia de sí misma y que, por ello, puede exhibir sin recato sus responsabilidades, sus derechos; al mismo tiempo puede también proclamar sus garantías y libertades.
Pero carecemos de liderazgos y, en cambio, padecemos de dirigencias. En el fondo es una cuestión de ética en la cual subyace una filosofía de la sospecha. El rechazo que desde hace muchos años viene expresándose sobre la actuación de los políticos mexicanos, no ha sido una lección para ellos. No han aprendido nada.
El comportamiento de las dirigencias en este país, ha arrojado una fuerte dosis de recelos bien fundados y sospechas y dudas concretadas en la realidad donde el discurso de los dirigentes no encuentra ninguna correspondencia.
El origen de estas dudas y sospechas que recaen en las dirigencias de este país tienen un denominador común: la mentira. En el fondo, los guardianes y defensores de la verdad, la libertad, la justicia, el trabajo disciplinado a favor de la colectividad, son unos auténticos mentirosos que encubren sus engaños con dádivas insultantes que también dañan la integridad y la dignidad de los favorecidos con esos aparentes beneficios.
Encubierta bajo la máscara de buenos sentimientos reforzados por creencias religiosas epidérmicas, se encuentra una práctica política sumamente corrompida. Ahí, los valores éticos se esquematizan en aparentes argumentos de razón para defender los propios intereses, que no necesariamente son los que dicen públicamente.
Con la ingenua ilusión —quiero pensar que es ingenua ilusión— de obedecer a unos principios y valores éticos sostenidos en púbico, en realidad se defiende una realidad deshonesta y entonces, esa actuación, en lugar de ser un grito de protesta contra los grandes males, se convierte en mentira y alienación pues lo que en verdad se busca es conservar el orden establecido para su propio provecho.
Golpeada una y mil veces por los problemas y dificultades de la vida, la gente sueña con un futuro donde se le ofrece todo lo que la realidad presente le niega. Y ninguna forma de cultura gratifica tanto como la ilusión.
Y los dirigentes de este país saben que la mayoría de los mexicanos son un pueblo ilusionado por un mejor orden. Por eso la mentira de su clase dirigente se magnifica, porque ellos saben de antemano que las promesas no pueden ser cumplidas.
Si tuviéramos un líder sabríamos la verdad de todos los problemas que nos agobian. No es cuestión de optimismo cuando se nos dice que se va domando la pandemia, cuando se cantan a los cuatro vientos la creación de algunos miles de empleos, cuando se asegura que rescatarán los cuerpos de los mineros coahuilenses muertos en Pasta de Conchos, cuando se proclama que los pobres son lo primero. Eso no es optimismo, sino una extraordinaria irresponsabilidad.
Pero es algo que no debe extrañarnos. Todas esas afirmaciones son verbalizaciones de un dirigente, no de un líder. Los dirigentes son elegidos mediante voto, los líderes surgen ante la necesidad de abanderar movimientos reivindicatorios para —sin retórica de por medio— el pueblo.
Pero cuidado porque los líderes surgen cuando se ha preparado un caldo de cultivo propicio para que emerjan con toda su arrebatadora fuerza. Y el caldo de cultivo lo constituyen los desaciertos de la clase dirigente, la falta de políticas públicas para atender los problemas, el descontento social, los reclamos en masa, los bloqueos de las vías de comunicación, las voces divergentes que se han resistido a caer en la tentación de los programas asistenciales surgidos de las acciones de un dirigente, no del líder que necesita este país.