Un colega, catedrático en la misma universidad donde laboro, y además amigo personal, me dice siempre que tal vez mantengo una postura sumamente pesimista respecto a la actuación histórica de los gobiernos mexicanos.
Su percepción me resulta sumamente valiosa porque el amigo profesor no es un cualquiera, sino toda una personalidad, con una jerarquía muy alta en su área, que son las matemáticas. Graduado en Alemania, ha leído con detenimiento libros de filosofía y literatura. Naturalmente que conoce perfectamente la dimensión científica de su mundo profesional.
Su opinión sobre mi postura, digamos política, me ha puesto a pensar en más de una ocasión si yo mismo no seré ese «caballo ciego que, cuanto más velozmente corre, tanto más fuerte y violentamente se estrella y se hiere» al que alude Tomás de Aquino en su magna obra Summa theologiae.
En efecto, suelo ver con pesimimo del presente o futuro del país, a partir de las decisiones que nuestros gobernantes toman en los asuntos cruciales para la existencia de un país que busca consolidar su democracia, su crecimiento y su desarrollo futuros basados en políticas públicas que suelen pasar de largo por los problemas de prioridad nacional.
Tal visión no es gratuita ni por mi eterna desconfianza en estos personajes a quienes considero, en general, minusválidos intelectuales ante los grandes desafíos nacionales.
Al revisar la historia reciente, encuentro en nuestros políticos cierta ceguera en toda afirmación idealista de la finalidad como axiología. En ningún gobernante que he visto en 65 años, he percibido esa suerte de deslumbramiento intelectual ante la realidad del país que gobiernan. En cambio, he sido testigo del impacto que ha trastornado su razón y los conmina a refugiarse en sí mismos, primando ciertos valores por sobre otros de realidad que tienen enfrente.
Eso es una ceguera. Y, como toda ceguera, es, por supuesto, peligrosa; más si el ciego es la cabeza pensante que dirige los destinos de una nación. Y más grave todavía si esa dirección se hace desde una noción de valores personales a partir de los cuales proyecta la vida del país que gobierna.
Esta reflexión vino a cuenta porque en una más de las muchas conversaciones que sostenemos mi colega profesor y yo, le he dicho, en más de una ocasión, que veo a mi presidente, el que gobierna el país hoy, no como el estadista que quiere ser ni como el dirigente transformador, como proclama desde su monólogo matutino.
Me parece político de medio pelo con afanes de poder. No me asusta porque eso es legítimo en la esfera individual de la persona. Incluso puede caber la creíble posibilidad de que el presidente albergue un deseo noble de ordenar la convivencia de los seres humanos en la sociedad en la que él mismo se desenvuelve. También, concediendo, pudiera ser legítimo que desde ese deseo se pretenda obtener el poder necesario para ordenar y dirigir tal convivencia.
Volviendo a conceder, pareciera que no hay nada que deba objetarse al deseo de poder, ni teórico ni práctico. Incluso pareciera que el poder resulta necesario para la convivencia social sana. Más aún, la racionalidad que proclama la convivencia en el marco de lo humano incluye la acción de un gobierno legítimo y sobre la colectividad.
El deseo y la aspiración del poder puede ser legítimo, pero al ser una tendencia humana, el poder puede pervertirse. Puede haber muchas maneras en que el poder se pervierte. Sin embargo, y sin importar cuáles sean, todas participan de la misma depravación que supone la perversión del poder.
Le comento a mi colega profesor, que veo las acciones gubernamentales como una pretensión desde el poder, para establecer los fines de la convivencia que quiere regular. Pero no veo que eso sirva porque son acciones que se niegan y se anulan a sí mismas al no entender que la finalidad de la convivencia viene dada por la naturaleza humana, misma que se manifiesta como algo muy sólido frente al relativismo con que se presenta la acción gubernamental, por más que provenga de una autoridad, ciertamente, legítima.
Pretender esos cambios desde el poder, es querer imponer un cambio en la finalidad de la sociedad misma sin importar que su impacto sea la degeneración de la convivencia y del mismo gobierno entendido como un ejercicio del poder.
Los acontecimientos recientes que involucran a la Suprema Corte de Justicia constituyen la vía más fácil para postular fines a modo para este gobierno. Pero eso desemboca en la corrupción del poder mismo.
Es puro idealismo. Y la forma más perniciosa de idealismo es aquella que pretende afirmarse como rectora y correctora del realismo en curso.
Todo idealismo que al considerar las deficiencias de la realidad entendida como mal pretenda sanarla desde la configuración de un orden ideal, perfecto, y no desde la promoción de la persona y la circunstancia histórica en la que se ve envuelto, está llamado a fracasar. Fracasa porque toda realidad contemplada desde una posición puramente idealista ya no es realidad sino un objeto cualquiera al que es posible hacerle las adecuaciones necesarias para ponerlo en la línea de objetivación que se desee.
Con ese esquema de pensamiento se echa en el olvido que el primer objetivo de la inteligencia es la realidad misma y no las ideas que sobre ella se tienen. Si se considera desde la filosofía esto constituye una flagrante contradicción de términos que revela una ingenuidad y testimonia, además, el abandono ontológico de la razón.
Eso ocurre cuando el pensamiento político postula una axiología como finalidad moral. Su ejercicio pone al descubierto una posición idealista destinada al fracaso por más encomiable que sea. Fracasa porque concibe a la persona como ente puramente ideal y obligado a realizar el orden ideal. Es un sofisma que, como todo discurso fundado en la palabra vacua, contiene desde su origen el germen de la maldad.
Mantener la primacía del idealismo sobre la realidad, significa construir un totalitarismo que quebranta la condición única y personal del ser humano al quedar sometido a la idea de unos valores excelsos que terminan por violentar la libertad y la verdad mismas.
Si el presidente no entiende que la primacía de la realidad por encima de cualquier idealismo se traduce en una primacía de la libertad y de la verdad, entonces hablamos de un presidente ciego que corre veloz hacia el abismo.
La sofística encarnada en el presidente es una ceguera que entraña muchos peligros. Perdón, querido colega maestro, sigo con mi visión pesimista.