De deserción y traición

La política, más en los tiempos de polarización, se viste de guerra. Sin posturas intermedias o mesura. La duda es rechazada y la deserción a la causa compartida se vuelve traición. No debería ser así, pero las posturas maximalistas lo hacen. López Obrador no soportó que Cuauhtémoc Cárdenas participara en un proyecto no avenido a su visión; quizás un error del ingeniero Cárdenas, pero por ser quien es y ha sido no merecía una admonición de tal proporción. Igual puede decirse de Porfirio Muñoz Ledo, por haber sido lo que fue y representó, el trato que recibió desmerece al presidente, más en perspectiva. La fuerza de la convicción da para mucho, no para la intolerancia.

La oposición se vuelve parte sin pretenderlo, por la lógica propia de la polarización y su inercia de guerra. No es tan explícita porque no tiene el poder ni los recursos innobles que le acompañan, pero va imperando, como sucede con el obradorismo, un sentido de superioridad moral que hace a quien cuestione aliado del enemigo. Incluso las observaciones críticas a la campaña resultan descalificadas, supuestamente por ser involuntariamente funcionales a la causa contraria. Los errores son elementales y las malas compañías están a la vista, pero en la guerra son irrelevantes.

La política es de percepciones y éstas cambian con frecuencia. Algunos meses atrás la supuesta inevitabilidad del triunfo del oficialismo no estaba en duda. La irrupción del Frente con su expresión ciudadana y la de Xóchitl Gálvez como respuesta a la cerrazón presidencial cambió las coordenadas en el estrecho grupo interesado en la política. Por varias semanas el júbilo del opositor permitió prever no sólo el futuro triunfo de la contención, sino una manera inédita de hacer política. No dimensionaron que en la gran mayoría no había interés ni conocimiento. El disparo se quedó en despegue, en la irrupción; no se pudo o no se quiso dar continuidad; el miedo hizo que se suspendiera la consulta ciudadana y todo quedó en lo mismo, son las dirigencias y no los ciudadanos los que deciden. Se perdió la magia, aunque hay todo para recuperarla porque se tiene con quién, no encuentran cómo, cuándo ni dónde.

La percepción originaria se sobrepone y ha provocado no las deserciones, sino las traiciones. El PRI, que más tenía también aporta más a las defecciones, pero a sus dirigentes no les importa porque entienden que en tiempo de definición de candidaturas vale el control, no la representación. Por eso conspiraron y traicionaron a Beatriz Paredes, por eso asistieron con prontitud a la solicitud de sus socios para la declinación innecesaria y contraproducente, además, una contienda que anticipaba el triunfo legítimo y ciudadanizado de Xóchitl.

El PRI prevalecerá, pero muy disminuido y sin mayores aportaciones para el desafío en puerta. Los que le abandonan no se van a sus casas; por la puerta trasera —el PVEM—, se suman no a Morena, no a Claudia, sino al poder y sus privilegios. A costa de mucho, de ellos mismos y de sus historias personales están decididos a pagar el precio de la entrega al otrora enemigo. No entienden o no les importa que quien les recibe los necesita sólo para disminuir al adversario; ya en el poder las treinta monedas serían la ignominia, de haberlas.

Aunque en menor grado igual sucede en el PAN. La distancia del PRI a Morena es más corta, por mucho, que desde el albiazul. Los que se van no son de la base, sino quienes en la representación política pretenden seguir en el privilegio, por eso el trabase es directo de la oposición a Morena. Común que así suceda, aunque no sea digno ni honorable. Pero en la política de siempre pesan más los intereses que los valores, particularmente en este tiempo de crisis de los partidos, que abre la puerta grande al oportunismo político.

Frente al ruido de una contienda anticipada, con un árbitro disminuido y confundido, con un presidente resuelto a todo para mantener la expectativa de continuidad de su personal proyecto político, es pertinente preguntarse si los profesionales de la política tienen idea de qué está de por medio. No se trata de ganar o perder, sino de determinar el destino de la novel democracia mexicana que, por ahora, ha sucumbido al asedio populista.

Las razones y los números

La modernidad es obsesiva y asume que todo es medible. Asuntos tan complejos como el desempeño de un gobernante suele trasladarse a una gráfica que proyecta el supuesto consenso nacional. Es muy útil para el poder cuando es favorable a pesar de la mala situación de muchos en su economía, su frustrante experiencia con la autoridad o la pésima seguridad pública. Es un magnífico e irrefutable recurso de propaganda. El pueblo elige en votos y ratifica cotidianamente en encuesta, en ambos casos las razones se transforman en números.

La democracia con toda su complejidad se reduce a cifras; quien obtiene más votos asume el cargo de autoridad o la representación. Hay un viejo debate de la representación popular que se ha revitalizado con las experiencias populistas. En la medida que la política sea rehén de la dictadura de los números, la razón y las mejores causas se extravían al amparo de la representación del pueblo, sin pensar que los gobernantes más votados y más populares son los dictadores y no los demócratas. El aval de los números es propio de la democracia, pero debe entenderse punto de partida, no de llegada, no como licencia para hacer lo que se quiera invocando la voluntad popular, ratificada por los números de la encuesta.

La democracia es instituciones, libertades y deliberación. Constituye un complejo edificio con insuficiencias, pero que debe salvaguardarse y perfeccionarse. México no tiene cultura democrática ni liberal, salvo algunos pasajes como la experiencia maderista y décadas antes de la república restaurada. Son paréntesis antecedidos por el enfrentamiento fratricida y reemplazados por un régimen que niega lo mejor: el porfiriato y el presidencialismo autoritario. Los dos convergen en una autoridad suprema, sin los límites legales ni los valores de la democracia liberal. Cualquier semejanza con el obradorismo no es casualidad.

No debe sorprender que la involución democrática en curso ocurra con respaldo mayoritario testado por las encuestas cuyos números validan a los depredadores, intimidan a sus opositores y anulan a los demócratas. Una contienda muy dispareja porque al amparo de la democracia y de la libertad en el pasado se erigieron Gobiernos corruptos, cobijados por un modelo económico excluyente, poco liberal y apegado al individualismo posesivo. La revancha por los más era inevitable.

Se equivoca el presidente López Obrador al decir que los conservadores o los beneficiarios del régimen corrupto están moralmente derrotados; al contrario, son parte del nuevo orden político. Peor aún, son reivindicados al amparo de las asignaciones directas, la falta de transparencia y la enorme discrecionalidad de las autoridades. El mismo infierno y con los mismos diablos. Algunas inclusiones y mediaciones diferentes resultado del protagonismo de los militares en la vida pública. La oligarquía ha tenido que pagar el boleto de su inclusión en dinero, pero más en dignidad. Pero ellos se quedan, el presidente se va y al igual que en el pasado, el desenlace electoral no habrá de afectarles, salvo que cobre vida un régimen auténticamente democrático, liberal y, consecuentemente, avenido con los principios de igualdad ante la ley y estricta legalidad, especialmente, para los poderosos. El populismo perdona, la ley no.

La lucha contra la venalidad, por un mejor Gobierno y una economía justa e incluyente sigue en el cajón de las intenciones en razón de que la persistente impunidad, que no es de arengas y admoniciones moralistas, sino de acciones legales ejemplares que sancionen con rigor el abuso y el enriquecimiento ilícito. No hay otra justicia que no sea la legal, por más complicado, incierto y sinuoso su tránsito. No es un tema de consenso ni de encuestas ni de votos, se debe de cumplir y hacer cumplir la ley, independientemente del costo político y social.

El camino de la legalidad en un país como México suele ser el más complicado y difícil por la precaria cultura ciudadana que duda de la idea de que la vigencia de la ley es condición necesaria de civilidad y de progreso. El presidente no está solo en eso de que la ley no es la ley. No sólo se trata de la mayoría de la población agobiada por su exclusión del bienestar; la insuficiencia sobre el valor de la ley es de todos, incluso de las élites, particularmente la económica que entiende que sus condiciones de privilegio dependen de la discrecionalidad de las autoridades y la inexistencia de un eficaz sistema de justicia.

Autor invitado.

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