Sentir y no pensar es tan malo como pensar y no sentir. Debemos ser sentimiento y pensamiento
Armando Fuentes Aguirre, Catón
Aunque lejano ya el breve mes que convencionalmente hemos dado en identificar como «el mes del amor», quizás no estará de más el comentar que, por lo menos de manera totalmente lírica o no científica, todos nosotros hemos siempre de algún modo relacionado dicho sentimiento con nuestro corazón, nunca con nuestro cerebro. Regalamos globos en forma de corazón, peluches o almohadillas en forma de corazón y paletas o chocolates en forma de corazón sin que, desde luego, a nadie se le haya ocurrido nunca regalar a su ser amado un globo, o un peluche o un dulce ¡en forma de cerebro!
No obstante lo anterior, y a riesgo de que resulte un tanto decepcionante, no tenemos otra alternativa que puntualizar que los señores científicos, que son los que sí saben y conocen de esto, han precisado con toda minuciosidad que ese fenómeno a la vez tan hermoso como en ocasiones lacerante que llamamos el amor, o «el enamoramiento», no se da en nuestro corazón sino en nuestro cerebro. De manera por demás breve aunque tal vez igual de difícil de entender para nosotros el común de los mortales, los señores científicos nos explican que el fenómeno para ellos técnicamente conocido como «el enamoramiento» no es otra cosa que el resultado de un complejo proceso cerebral que se da, según nos ilustran, en el llamado sistema límbico, integrado éste por el hipotálamo, el hipocampo, la amígdala cerebral (nada que ver con las amígdalas colocadas a un lado de la garganta), el cuerpo calloso, el septum y el mesencéfalo, órganos todos éstos para nosotros de muy extraños nombres pero constitutivos de muy interesantes estructuras cerebrales que, de acuerdo con lo que se nos explica, generan respuestas fisiológicas ante estímulos emocionales, dando con ello origen a lo que dichos estudiosos han dado paradójicamente en identificar como «el cerebro emocional».
Ahora bien, ¿por qué yo, que no soy ni siquiera un neófito sino un perfecto ignorante de esta materia he decidido escribir sobre la misma? Permítame comentarle por qué: resulta que, no hace mucho tiempo todavía, en uno de esos eventuales programas de carácter científico que se ven en la televisión estuve escuchando durante un buen rato la exposición de uno de estos sesudos señores estudiosos quien explicó que actualmente existe ya una teoría a la cual él se refirió como una «teoría de vanguardia», encuadrada la misma dentro del marco de una total seriedad científica y de acuerdo con la cual, ¡sorpréndase usted!, en nuestro enamoradizo corazón sí existen, biológicamente hablando, «algunas células pensantes».
¿Imaginamos la increíble trascendencia de dicha teoría si la misma llega a confirmarse? Un corazón que siente, pero que también «piensa», quizás lo suficiente y necesario como para poder «enamorarse». Y entonces sí, supongo, así como los estudiosos nos hablan actualmente de un cerebro emocional, tendrían que empezar a hablarnos también de un ¡corazón cerebral!
Después de todo, mire usted, mucha de esa supuesta o confusa mezcla de corazón-cerebro que posiblemente se dé en el enamoramiento ha sido ya de algún modo expresada, desde hace ya muchísimos años, por algunos de los grandes pensadores de la humanidad. Sólo algunos ejemplos: Platón: «El amor es una grave enfermedad mental»; Lord Dewar: «El amor es un océano de emociones»; Mme. Girardin: «El amor entre los hombres no es un sentimiento, sino una idea»; Magnus Hirschfeld: «El amor es un conflicto entre actos reflejos y reflexiones».
Total, ¿es el amor algo puramente cerebral o algo puramente emocional, o algo tanto cerebral como emocional? Yo me quedo, mejor, con lo que sobre él mismo escribió alguna vez el gran poeta irlandés Oscar Wilde: «El misterio del amor es más profundo que el misterio de la muerte» y con aquello otro del gran Saulo de Tarso: «Si tengo una fe enorme como para mover montañas, pero no tengo amor… no soy nada».
Nuestros muertos… ¡y nuestros vivos!
A propósito del valor autoestima y de un verdadero amor a los nuestros.
A los muertos… ¡y a los vivos! habremos siempre de ubicarlos en su justa dimensión.
Está bien, sí, dolernos por la muerte de aquellos seres queridos, familiares nuestros o no, que «se nos adelantaron» en el camino. Pero atormentarnos recordándolos y llorando por ellos todo el resto de nuestra vida, aniquilando con ello no sólo nuestra propia existencia y nuestra propia felicidad sino también la de los que nos rodean no es bueno y muy probablemente es algo con lo que el propio ser amado que falleció tampoco estaría de acuerdo.
Supongo que Dios tampoco estará de acuerdo en que por llorar la muerte de nuestros muertos echemos a perder nuestra propia vida… ¡y la vida de nuestros vivos!
«En la carrera hacia el más allá —nos dice un autor anónimo— la muerte está tan segura de ganar que hasta nos da una vida de ventaja».
Aprovechémosla y sobrepongámonos valientemente a la desgracia. Cultivemos un sano amor a nosotros mismos y a los nuestros, a fin de que no echemos a perder de una manera lastimosa nuestra vida… ¡ni la de los demás!
«El dinero no es la vida»… ¡pero sirve pa’ gastar!
A propósito del valor dedicación al trabajo y del valor del dinero.
Así, en tono por demás jocoso y parodiando aquella vieja canción titulada «Quinto patio» solía decirlo mi querido señor padre, quien por cierto era un excelente carpintero de profesión e hizo suyos también los nobles oficios de la albañilería, de la construcción, de la minería y otros, pero que, ciertamente, nunca fue rico.
Inteligente y sabio, como yo considero que mi padre era, hacía suya la primera parte de la susodicha canción, («El dinero no es la vida») en ese entonces cantada por Emilio Tuero, pero la completaba de manera por demás ocurrente y realista en su segunda parte, diciendo: ¡Pero sirve pa’ gastar!
Luego, ya en un tono más serio y quizás hasta un tanto adusto, algo así como preocupado por ejercer con seriedad y responsabilidad su función de padre y por ubicar en su justa dimensión el valor del dinero, nos explicaba: «El dinero no lo es todo en esta vida, ni es lo más importante, ni debe ser nuestro fin último; pero es necesario e indispensable para tener bien a la familia, que es lo que sí importa». Por eso, añadía, y aquí nos disparaba a quemarropa la que sin lugar a dudas era su moraleja central: «¡Hay que trabajar!».