La tormenta de adentro

De nuestros muertos uno imagina que están en la fuerza del viento, en la gota de lluvia que se desliza con suavidad por la ventana, en la furia de un rayo o en el lejano trueno que retumba al final de la tormenta.

Que su esencia huele a la tierra mojada o que es arrastrada en aquel remolino de hojas dispersas que levanta el aire y luego las arroja al suelo, inclemente.

Mi hermano observó su último chubasco en la tierra natal, después de una ausencia de más de dos décadas, en una casa donde viven las mismas personas, pero a sus ojos lucía distinta. Las paredes cambian, lo que hay dentro no; para él fue abrumador, de todos modos. Le llevaría un tiempo reconocer la casa materna, aceptarla.

¿Cómo sería ese último torrencial que presenció mi hermano? No lo sé, sólo entiendo que le emocionó como a un niño. Su sonrisa lo resumió todo: vi llover en mi pueblo, exclamó cuando lo vi ese fin de semana.

Hoy el viento resopla con una fuerza que casi desgarra las ramas de los árboles, escasas gotas y truenos esporádicos dibujan esta extraña tormenta en una tarde atípicamente calurosa de Saltillo. Yo la miro desde mi casa y trato de descifrar su secreto, sus misterios. Pero sólo llega la humedad del recuerdo de mi hermano y de la lluvia eterna que atestiguó en el pueblo, nuestro pueblo.

Escandalosas rachas de aire terminaron por alejar las precipitaciones; los truenos resisten y hacen notar su imponente presencia en el cielo aún oscuro.

Son tan misteriosas las tormentas, a veces fluyen con facilidad, otras sólo vienen a desatar nuestras emociones que se encuentran ocultas tras nubes densas y nos dejan un cielo despejado con dolor.

¿Cómo sería esa última lluvia que vio mi hermano?