Pocas veces habrá habido quien, con tan pocas palabras y de manera tan profunda cuanto metafórica y angustiante, se haya referido al misterio de la vida y de la muerte como lo hizo José León Saldívar, poeta nacido en Nombre de Dios, Durango, pero coahuilense por haber pasado la mayor parte de su vida en nuestro estado.
Los juristas nos explican que, tanto nuestro nacimiento como nuestra muerte, son meros «hechos», que no «actos» jurídicos, por no intervenir en ellos nuestra voluntad. Nacemos porque nos traen, y morimos porque irónicamente hacia allá, hacia la muerte, es nuestra propia vida la que nos va encaminando.
Y en todo este inquietante acaecer, y en todo este inevitable devenir, lo único cierto es que nunca sabremos con certeza, salvo por la fe, de dónde venimos… y a dónde vamos. Es decir, de dónde
nos han «traído»… y a dónde nos están «llevando».
Por más que en ocasiones se diga que alguien murió «acompañado» de los suyos, la verdad simple y llana es que no importa cuán acompañados nos encontremos al morir, ese, el preciso y exacto momento de nuestra muerte, cada uno de nosotros lo enfrentaremos solos, y entonces sí sabremos, tal vez, «de donde viene el grito… ¡y a dónde va el silencio»!
En el país de Ripley
Había un vez un país en el que….
Al que robaba en los comercios citadinos mediante diversas artimañas y un rápido juego de manos se le justificaba y hasta se le protegía, argumentando puerilmente que en lugar de aplicarle una merecida sanción penal lo que se debía hacer era «encausarlo socialmente» y estimular sus dotes naturales… ¡de ágil prestidigitador!
Si alguien falsificaba firmas o documentos se argüía estólida y elegantemente que en realidad no se trataba de un vil delincuente, sino de un valioso ¡perito grafoscopio caligráfico!, también digno de todo reconocimiento y de estimulación.
De los cónyuges que incurrían en delitos de violencia doméstica se decía que no eran otra cosa que excelentes esposos… ¡defensores y celosos del bienestar familiar!
Y a los que causaban daños en la propiedad ajena… pintarrajeando con grafitis las paredes, los monumentos y los edificios públicos, y rayando impunemente con objetos esmeriles los cristales de los establecimientos mercantiles, se les justificaba y hasta se les defendía arguyendo que no se trataba de vulgares malhechores y delincuentes, sino… ¡de incomprendidos artistas en ciernes!, dignos de todo estímulo y de comprensión.
«¡Cosas veredes, Sancho!»… Y las seguiremos viendo, hasta en tanto no retomemos y hagamos nuestros los valores de justicia, del respeto a nosotros mismos, del respeto a los demás… y de civilidad.