De manera recurrente la política mexicana es convocada a reunirse para configurar un nuevo patrón de liderazgos gubernamentales. A esa elección que simula ser democrática acuden todos los aspirantes armados hasta los dientes con sus cuitas más sobresalientes a la fiesta de reclamos con que se pretende enganchar el voto ciudadano que legitime a los nuevos caudillos.
Acarreados, comprados, obligados por la fuerza (la pistola ha sido sustituida por el beneficio efímero de algún programa social), va la corte que aclame públicamente a los ungidos. Los campeones de la palabra vacua no dan razón del número de participantes ni, mucho menos, la idea de la importancia de las esperanzas depositadas en esos encuentros y, menos aún, de los resultados.
Patético, como dije en mi colaboración anterior.
Pero a veces se produce el milagro. Eso ocurre cuando, fuera de todo ese escenario fársico, dos, tres o quizá cuatro personas se reúnen a conversar y en la intimidad de un espacio reducido circulan las palabras justas que se mantienen el tiempo suficiente para que los hablantes tengan, a su vez, tiempo para pensar una respuesta con sentido y significación, a diferencia de lo que pasa en los otros eventos en donde el monólogo campea y el resto permanece en situación pasiva.
Y significa porque la calidez con que se pronuncian las convierte en fuerza que, a su vez, las transforma en grito y en carcajada que desea callar la farsa sistemática de los que aspiran a un puesto de elección, aunque sea con esas palabras adobadas por la turbia filosofía de la taberna.
En efecto, algunas palabras formuladas en esas reuniones obtienen alguna respuesta que no es un eco, sino un contundente estado de conciencia ciudadana. Eso ocurre porque las respuestas no tienen porqué ser inmediatas —como en los otros casos se exige, con el voto, por ejemplo—. Las preguntas pueden permanecer en un estado latente y esperar a ser escuchadas por alguien capaz de desplegarlas después en discursos coherentes que muevan a la acción.
Pero es bueno que ocurra ese pequeño milagro porque algunas preguntas se pueden agrupar en torno a obsesiones de alguno de los participantes y en la emoción de darles curso se tienen, entonces, muchas formulaciones diferentes y, lo mejor, se tiene el valor de mencionarlas.
Por ejemplo, si estuviéramos persuadidos de que nuestra política se pudiera expresar de forma más madura y racional, jamás hubiéramos llegado al comportamiento monótono y bastante patético como se nos presenta ordinariamente.
En cambio, las convicciones de la política mexicana son de una arrogancia y de una inferioridad tales, que da miedo pensar que estos minusválidos intelectuales tendrán bajo su responsabilidad el destino del país.
No me alcanzan las palabras para expresar esa ficción de nuestra vida política. Semejante conjunto de convicciones y complejos pudiera ser objeto de análisis. Pero hoy no lo haré. Lo que puedo decir, por ahora, es que hemos aprendido a hablar de la política sólo como discurso y no la hemos considerado, ni por asomo, como forma epistémica.
Como discurso se desparrama en fragmentos triunfalistas, inútiles por la distancia abismal entre su contenido y la realidad. Somos muchos, dicen, los que pertenecemos o tal corriente o fracción que busca el poder, como si el número de seguidores fuera un buen índice para medir su capacidad para el trabajo de Gobierno.
En su discurso la política mexicana utiliza palabras de triunfo que aletargan porque conocen la virtud del populismo. Al igual que cualquier otra forma de imbecilidad, se apoya en juicios prestados, ya hechos, como si la mera mención nos pusiera al abrigo de las mareas de la injusticia, del abandono y el sufrimiento. Hasta ahí.
Como forma de episteme, la política mexicana ha caído en la emboscada de rehuir el orden metodológico como sustento de la razón perdiendo así la oportunidad de objetivar pensamientos, acciones y logros.
La política no tendría que ser sólo un juego de pasiones y emociones; podría ser la gran aventura de conocer científicamente todos los componentes que constituyen el entramado del mundo que nos rodea.
Pues bien, en los supuestos debates está todo este trasfondo. Por eso no me gustan, por eso me parecen inútiles y su realización una pérdida de tiempo y dinero que bien hubiera podido utilizarse para otros fines más productivos. Sin nada que los sustente, no hay forma de promoverlos como un componente de la democracia.
Tampoco me gustan los post-debates. Hay en ellos una prolongación perversa del tiro al blanco practicado en los debates. En este ejercicio los supuestos expertos le sacan la vuelta al análisis serio y a la posibilidad de afirmar el fracaso de los primeros contendientes. Sale a relucir en ellos los principios ideológicos del gremio al que pertenecen sus candidatos preferidos. Otra farsa y otro fracaso.
Unos y otros podrían tratar de entender que a la política hay que verla como una forma de cultura; que ella es un intento serio, humano, de hablar sobre las complicadas relaciones entre los individuos que integran la sociedad mexicana.
La política como cultura debiera ser el ejercicio de una persona que no aplasta al hablar ni arrasa a sus adversarios a través del poder que detenta; que no le asusta hablar de los problemas y pone el oído porque está dispuesto a escuchar las distintas maneras en que se pueden abordar sus soluciones hasta terminar por no saber a qué gremio representa porque, finalmente, los representa a todos.
Sí, palabras pronunciadas por quien no grita, pero cuya habla mantiene la sabiduría para musitar al oído de sus escuchas con una persuasión segura y poderosa. Palabras que hacen pensar y, mejor aún, dejan pensar porque las razones que se exponen permiten abrir un espacio para las del otro que responde.
Sí, lo sé. Eso es una señal de inteligencia bastante escasa entre nuestros políticos. Pero me gusta pensar que cualquier intento por instaurar esas maneras para hacer y hablar de política hará un gran favor para contribuir a la construcción de una cultura política.
Sí, también lo sé. Aún no llega ese tiempo. Mientras tanto tenemos que seguir padeciendo el patético espectáculo de eso que pomposamente llaman debate. Sea por Dios.