De la letra a la imagen: ese tortuoso camino

La relación entre literatura y cine no siempre suele ser la más acertada; y los defensores de una y otra arte no dan su brazo a torcer. Sin embargo, ambas manifestaciones son parte imprescindible de la cultura universal

A pesar de los años transcurridos, recuerdo la visión de un mar imponente que amenazaba con desbordar las escasas dimensiones de la pantalla del televisor, un botecillo diminuto, la silueta de aquel anciano encorvado en medio de la embarcación y una voz en off que decía en sintético inglés: «He was an old man who fished alone in a skiff in the Gulf Stream and he had gone eighty four days now without taking a fish».1

Así inicia una de las versiones cinematográficas de la novela escrita por Ernest Hemingway, El viejo y el mar, y considerada, según importantes críticos, su mejor obra. De la cinta olvidé al protagonista, los actores secundarios, incluso el nombre del director. Sin embargo, no sucedió lo mismo con las palabras del narrador. Y no fue por azar o simple coincidencia. En la difícil relación que se ha establecido entre la literatura y el cine, desde la llegada al panorama cultural de este último, lograr la adecuada fusión del discurso literario con las técnicas del séptimo arte es uno de los más delicados conflictos a salvar. Hoy comprendo la estratagema llevada a cabo, y con feliz término en aquella vieja película. Sencillamente no se encontró un método visual capaz de dar a entender, en apenas unos segundos, la situación de ese pobre pescador y que, además, superara la calidad del modelo narrativo. Hubo pues que recurrir a las palabras escritas por el autor original.

Asimismo, como si pretendiera corroborarlo, alguna vez el notorio escritor (y crítico cinematográfico) Graham Greene habría de confesar: «En un filme hay algo más que un argumento: trazado de caracteres, estado de ánimo, ambiente; y me parece que todo esto es imposible de captar por vez primera en la opaca taquigrafía de un libreto», refiriéndose a su necesidad personal de escribir un cuento y usarlo como basamento antes de hilar el argumento de un nuevo filme. Si a ello sumamos la clásica creencia de que una película, cuyo guión se origina a partir de una obra literaria, difícilmente supera al libro que le da vida y origen, entonces podría concluir aquí estas reflexiones exhortando al desocupado lector que jamás vuelva a encender su televisor, que mucho menos pierda el tiempo en ir al cine y, en cambio, se dedique exclusivamente a la plácida lectura.

El problema es que un viejo refrán reza «ver para creer», y un segundo lo apoya con la popular definición matemática-financiera de que «un hecho vale más que mil palabras»… y los hechos, aceptemos esta realidad, deben ser presenciados, no contados por nadie. A partir de estas escuetas premisas se yergue el imperio del celuloide. Su alcance inaudito nos seduce a diario desde la oscuridad de una sala de proyección o en la comodidad de nuestros hogares. No hay cansancio en la vista ni líneas que se entrelacen sobre el fondo pálido de un papel. Hay, en su lugar, imágenes espectaculares, bellas actrices, colores por doquier, música acompañante y hasta la posibilidad de disfrutar en buena compañía, palomitas incluidas, del drama que se proyecta, para elogiarlo o criticarlo in situ mientras suceden las deslumbrantes secuencias.

Quizás por estas seductoras misceláneas, que no ofrece la lectura pasiva, los defensores de la palabra escrita eviten legitimar con sus mejores opiniones la irrupción y súbito auge del cine dentro de la cultura en la era moderna —o ya no tan moderna—, causa principal, luego de la radio, del confinamiento que ha sufrido la literatura desde hace alrededor de un siglo. La aceptación multitudinaria del arte cinematográfico supera con creces los mejores momentos vividos por los lectores de otras épocas. Es innegable que nadie ha leído tanto a un mismo tiempo y en distintas regiones si se le compara con la cantidad de televidentes y apasionados cineastas que se cuentan actualmente en el orbe, porque incluso antes de que los hermanos Lumière empezaran a hacer de las suyas, el alto índice de analfabetismo daba al traste con la concepción de un mundo cosmopolita literario.

No obstante, el pasatiempo de la lectura ofrece también sus ventajas. Primero, la imaginación individual no admite imperfecciones. Si nos presentan un paisaje hermoso en las páginas de un libro, dentro de nuestras cabezas, recrearemos el mejor posible, igual haremos con el héroe, la princesa o ¿por qué no? la fealdad de un monstruo. Difícilmente abriremos espacio a la crítica en este sentido pues no podríamos concebir algo mejor a lo figurado por nosotros mismos aun cuando pudiera verdaderamente existir.2 Por demás, con la lectura no hay horarios a los cuales mantenerse atado, cada quien es libre de leer apenas le venga en ganas, no hay que sufrir las interrupciones de los agobiantes comerciales, no media la costosa dependencia tecnológica (un libro basta y sobra) y, muy especialmente, sobre todo en el caso de los llamados clásicos, contamos con la seguridad de estar disfrutando de los avatares pensados por el novelista, cuentista, ensayista, poeta, o sea, creador primario en general, y no la posrecreación, tergiversación, idealización, interpretación y otros tantos «ción» con los que se busca justificar el poco apego de algunos guionistas, productores, actores de reparto, y/o directores al momento de llevar a la pantalla la trama de cierto libro.

Afirma Milan Kundera en La inmortalidad, una de sus excelentes obras: «La época actual se lanza sobre todo lo que alguna vez fue escrito para convertirlo en películas, programas de televisión o imágenes dibujadas. Pero como la esencia de la novela consiste precisamente sólo en lo que no se puede decir más que mediante la novela, en cualquier adaptación no queda más que lo inesencial. Si un loco que todavía sigue escribiéndolas quiere hoy salvar sus novelas, tiene que escribirlas de tal modo que no se puedan adaptar o, dicho de otro modo, que no se puedan contar».

Por supuesto, sería absurdo apegarse demasiado al original literario en el empeño de llevar al cine una obra escrita, a partir de las diferencias ineludibles que exhiben estos dos géneros expresivos, tan disímiles entre sí. Siguiendo la línea de las engañosas traducciones, prefiero juzgar una adaptación literaria en el cine como una suerte de eco dramatúrgico que evoca sus orígenes, pero que no busca reproducirlos.

Posiblemente el caso Drácula (novela escrita por Bram Stoker) sirva para representar dicha teoría. Desde Nosferatu, el vampiro, del director alemán F. W. Murnau, estrenada a principios del siglo pasado, hasta la versión del noruego André Øvredal con El último viaje del Demeter, exhibida en 2023, este legendario personaje y su historia ha sido manipulada de cuantas formas pudiera imaginarse, pasando por el terror clásico, el erotismo o, ¿pueden creerlo?, la comicidad.

Ahora bien, es importante dejar claro que una cosa es adaptación y otra, muy distinta, castración. Podemos aceptar, quizás, que en Las amistades peligrosas, de Stephen Frears, rodada en 1988, se suavice el final con una confesión por parte de Valmont que sirva de aliciente a los oídos de la moribunda señora de Tourvel. Misericordia jamás concedida en la novela epistolar de Choderlos de Laclos. O, incluso, que Disney fuerce un cambio en el El jorobado de Notre Dame, permutando su final trágico por uno feliz —sacado de la lumbre en el último minuto—, teniendo en cuenta, obviamente, que el producto está destinado mayoritariamente al sector infantil. Sin embargo, los influjos de Hollywood sobre una película como Troya son catastróficos. No se reconoce en el filme a la ciudad ni sus héroes y muchísimo menos su épica historia. Desleal de punta a cabo con todo ello ni siquiera podría llamarse eco de los cantos de Homero.

Me gustaría pensar que, intentando evitar lamentables sucesos al estilo de aquel —me niego a nombrarla por Troya pues, sin asomo de dudas, ha de tratarse de otra ciudad— los señores de las grandes casas productoras hayan incubado la satisfactoria idea de, ya no adaptar, sino aunar tramas, anécdotas, o personajes literarios en un argumento común, nutriéndose de los éxitos probados para conformar nuevas historias. Tal es el caso, a simple vista, de la saga Piratas del Caribe, deudora de leyendas, sucesos y quimeras, que al paso de los años fueron recogidas en un sinfín de libros a lo largo del mundo. Empezando por la inexcusable isla del tesoro, presente en cualquier buena historia de piratas y corsarios, siguiendo por la maldición del capitán Sparrow, evidenciada en la segunda parte con la forma de una mancha oscura en su mano —referencia obligatoria a la mota negra, supuestamente creación del escritor Robert Louis Stevenson— y echando el anzuelo, sin misericordia, a un monstruo como el Craken,3 sacado del folclore noruego, sin obviar la osadía de otorgarle cuerpo y vida al místico Davy Jones, especie de fantasma marino que habitaba las profundidades del océano y parte indeleble de la tradición marinera nórdica.

Aunque en el caso de la ninfa Calipso, elevada a diosa en el filme y llevada de la mitología griega a la fábula bucanera, se podría pensar que exageraron un poco, considero, en general, válida la intención. Al menos se apuesta por una ficción al estilo de estos tiempos y que lejos de imitar a sus predecesores, sencillamente toma de ellos lo que le conviene para desarrollar su propio argumento. Nada de adaptaciones, conforme a lo dicho. Por el contrario, abiertamente provocador e independiente (en lo que cuenta, eh… no en los recursos a los que acude a la hora de contar).

Pero… ¿y los clásicos? ¿Qué sucederá con esas novelas que conforman nuestro patrimonio cultural? ¿Podrá resguardar El viejo y el mar su esencia o crecerán nuestros hijos con el falso dogma de que Héctor, el de tremolante casco, mató a Ayax4 en una simple pelea frente a los muros de Troya? Si ambas manifestaciones, cine y literatura, se respetaran mutuamente —lo cual es apuntar directamente a sus partidarios—, hoy en día no habría por qué alarmarse. Sin embargo, por como van las cosas, con el dinero primando y los escrúpulos a un lado, no me queda otro remedio que parafrasear aquella célebre frase5 de Napoleón Bonaparte y decir: «mientras más películas veo, más me gustan mis libros». E4

Referencias:

  1. «Era un viejo que pescaba solo en un bote en el Gulf Stream y hacía ochenta y cuatro días que no atrapaba un pez».
  2. Algo que sí me sucedió, por ejemplo, con la versión cinematográfica de El señor de los anillos (dicho sea depaso, a mi entender, de las mejores adaptaciones jamás concebidas). La actriz Cate Blanchett se aleja mucho de lo que para mí sería la princesa élfica Galadriel, considerada por muchos, la más bella del mundo.
  3. Se presume que la primera mención acerca del monstruo legendario Craken aparece en la Historia de Noruega, de Ludvig Holberg, por el lejano año de 1752, pero algunas fuentes aseguran que los pescadores holandeses ya conocían al monstruo de mucho antes.
  4. Ayante, Ayax o Ajax, según la traducción.
  5. «Mientras más conozco a los hombres, más quiero a mi perro».

La Habana, 1975. Escritor, editor y periodista. Es autor de los libros El nieto del lobo, (Pen)últimas palabras, A escondidas de la memoria e Historias de la corte sana. Textos suyos han aparecido en diferentes medios de comunicación nacionales e internacionales. Actualmente es columnista de Espacio 4 y de la revista hispanoamericana de cultura Otrolunes.

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