Las sombras de la política constituyen siempre una amenaza para las pocas luces que ha logrado encender a veces la sociedad civil.
En nuestro país, la erradicación de la institucionalidad es una de esas malas señales tan comunes en los políticos mexicanos, pero que nos habla con claridad de la mala práctica política de nuestros Gobiernos históricos y, en concreto, el actual; una política diseñada sin tapujos para el mal, aunque desde el discurso se diga lo contrario. Puro disfraz.
El aeropuerto cancelado antes de asumir la presidencia de la república fue el primer aviso de lo que estaba por venir; lo demás era cuestión de esperar. Jamás en la historia de la política mexicana el mal se había proclamado a sí mismo tan abiertamente, sin justificación de ninguna especie y sin recato. Crudo.
Antes de que el presidente tomara posesión del cargo, ya todo estaba predicho. A estas alturas resulta fácil comprender que la fuerza y el poder de Andrés Manuel López Obrador, residen en su inexistencia en la vida útil de su Gobierno. El presidente es la encarnación exacta del jefe vacío de las muchedumbres desarraigadas y abandonadas del pensamiento crítico, esas que no tienen el más mínimo vigor para luchar por una ilusión y volverla concreta gracias a la pasión con que se afana por alcanzar ese logro.
Representante de una izquierda rota, destruida por la realidad moderna de una globalización que no entiende, Andrés Manuel es un político que mira el mundo desde un supuesto teórico que la historia ya dejó atrás y cuyos principios conceptuales ya no pueden ser certificados por la realidad de tan lejanos como están para explicar el mundo de hoy.
Andrés Manuel se hizo presidente, como fue su sueño fortalecido por la codicia y las ansias de poder, enmascaradas en una serie de aparentes valores donde la terquedad y la disciplina para conseguirlo son ofrecidos como virtud. Para gobernar, apeló a los sueños y espejismos del pueblo, siempre necesitado del mesías que le haga realidad la promesa de la tierra prometida, pero sin que medie en ello el esfuerzo y la disciplina tan enriquecedoras de la vida colectiva.
Pero se engañó a sí mismo y, de paso, engañó a todos pues ha llevado a la práctica una serie de acciones fundadas en una filosofía que pretende ser humanista y liberadora. Una profecía hecha realidad y encarnada en la falsa imagen del profeta en un político que promete, incansablemente, el paraíso, aunque la realidad le devuelva con toda su crudeza el infierno de la violencia, por ejemplo.
Nada de eso. La verdad es que el presidente es una máscara viviente con rasgos de humanismo de una izquierda desfasada y, por eso mismo, fracasada a la hora de intentar siquiera ser un factor de transformación para este México nuestro. Con ese perfil ha burlado a cientos de miles de personas de buena fe, aunque también, ciertamente, ilusos a la hora de alcanzar el bienestar pensando que las dádivas económicas son el cielo ya ganado.
Hoy ya no es posible ocultarlo ni negarlo. El entorno mundial ha cambiado en forma radical. La globalización, tal y como se nos presenta ahora, es el sistema de poder imperante, por encima de cualquier otra forma de poder y no hay marco legal que le ponga freno. Eso desafía a la democracia y parece dejar un déficit político para enfrentar los retos. Se necesita ahora una política de mayor alcance, fundada en la inteligencia de sus protagonistas para hacer de ella el verdadero factor de cambio sin pasar por el discurso vacuo y retórico que sólo conduce a la construcción de escenografías endebles que se derrumban fácilmente ente el menor embate de una fuerza exterior que las vulnera.
La política de ayer y la política de hoy, es algo mucho mayor que un simple episodio electoral. Pero en México, los políticos como el presidente, la conciben como la clave definitoria de la democracia. Por eso siempre vamos a la saga de las democracias avanzadas, donde la institucionalidad es la norma y la noción de ciudadanía impera muy por encima del sufragio manipulado y arropado por las mil formas de la coacción.
El trasfondo de mejora de una situación así está en elevar la participación ciudadana en el ámbito de la política, ampliar el acceso a la información y asegurar, sin miedo, que la gente conozca sus derechos frente al Estado. De esa forma la política, y los políticos que la ponen en marcha, se convertiría en un ejercicio diario de derechos y vigilancias constantes para que plenamente se cumplan.
La política, como yo la veo, debiera estar fundada esencialmente en el derecho; también en una ética que obligue a la legalidad y a la moralidad a todo aquel actor de este quehacer de servicio público, entendiendo que la política es una asociación de valores que debiera desembocar en la virtud y la perfección.
Pero la suma de mis esperanzas políticas para mi país, no me ciega para ver que este Gobierno corre demasiados riesgos por omisión y por inoperante. Por ejemplo, ha dejado que el peligro crezca ante la proliferación de jurisdicciones criminales fuera de todo control: Zacatecas, Guanajuato, Jalisco, Tamaulipas, Baja California, Chihuahua, certifican la certeza de la aseveración anterior porque ha puesto a este país en llamas.
Este Gobierno ha impulsado la divisa de que sea el presidente quien ponga en jaque la voluntad colectiva al ser la única voz que se escucha en el escenario político mexicano. Como claro ejemplo de esto es que, desde su débil voz, pero bien ayudada por la complicidad de los aliados, se ha ido decretando poco a poco la militarización del país y, por eso, roza el lindero de un poder que coquetea con una dictadura militarizada incipiente.
Y el conjunto de preocupaciones sigue porque la lista asuntos fallidos sigue: no hay cuidado del medio ambiente porque se trabaja con energías sucias. Los peores signos del etnocentrismo están a la vista en la discriminación racial aplicada a los migrantes, la xenofobia que surge cuando no se atienden los feminicidios, la persecución de grupos divergentes que pone en evidencia el fundamento político del presidente y sus seguidores.
La política seria, que no es la del presidente y sus cómplices, necesita recuperar a la ciudadanía para que su voz crítica sea un contrapeso de la política de mesa quinta que hoy se practica en México. Cuando esto ocurra entonces aparecerá, como un asalto a la razón, el destello comprensivo de que la política es una forma de vida en comunidad y entonces también, políticos como los que hoy gobiernan serán, por fin, asunto de un pasado vergonzoso que ya no volverá a repetirse.