El pueblo Tzotzil ha vivido por siglos en el sureste de México y la mayor parte de ellos lo hace en el estado de Chiapas. Viven entre valles, montañas y cerros de belleza indescriptible en poblados que llegan a superar los 2 mil 700 metros sobre el nivel del mar. Se les conoce como el pueblo de las nubes o del cielo.
El Tzotzil es un pueblo con tradiciones desde el parto, donde las mujeres paren a sus hijos arrodilladas asistidas por comadronas y los hombres tienen como deber cuidar su milpa, ayudados por los niños varones, y muchas veces trabajan en fincas cafetaleras y de maíz, mientras que las niñas deben ayudar en las labores del hogar y a tejer prendas de vestir.
Los tzotziles eligen a sus autoridades mediante sus usos y costumbres en donde integran funcionarios sin goce de sueldo. En cuanto a la religión, han sido expuestos a cinco siglos de colonización cristiana en cualquiera de sus expresiones, llámese catolicismo, evangélicos, testigos de Jehová, mormones y un largo etcétera.
Decididos a mantener sus tradiciones ancestrales, muchos de los tzotziles aún creen en titanes que sostienen el mundo en sus cuatro puntos cardinales y afirman que cuando uno de esos llega a cansarse y se mueve de su posición, la Tierra sufre un terremoto. Pero la modernidad que brama por más y más conquistas, no descansa e insaciable ha querido alcanzar también a los tzotziles, a quienes empuja para que bajen de allá de su cielo y desciendan acá abajo, a los infiernos.
Y es que, tras 500 años de colonización, los pukujes —demonios— del pueblo Tzotzil han casi logrado expulsarlos de las montañas para que convivan con nuestros propios dioses, santos y demonios. Así con el chulel —alma— a cuestas, los tzotziles han debido bajar de las nubes para buscar algo de comida e intentar sostener a sus familias porque allá arriba en la montaña han sido corridos por nuestros pukujes que en este caso son los terratenientes, el crimen organizado o los grupos que los explotan para llevar a hombres, mujeres y en especial a niños a salir de sus comunidades para viajar por todo México e intentar cruzar la frontera hacia los Estados Unidos y en su travesía, muchos conocen el infierno.
Uno de esos es Yair Dylan, de un año ocho meses, que junto a Adeliana, de un año dos meses, y otros tres menores más, fueron «levantados» junto con sus familiares por policías municipales en Mexicali, Baja California.
Sus padres, reclamaron les devolvieran a sus hijos. Había migrado hace unos meses desde Chiapas, huyendo de la violencia comunitaria que vinieron a encontrar de nuevo al ser detenidos sin orden judicial, criminalizándoles.
Yair Dylan es apenas un niño que no tiene la conciencia de que ha sido abusado de manera deleznable. Detrás de este caso está la pobreza eterna de los niños indígenas de México y la explotación que sufren todos los días, ya sea vendiendo chicles o cigarros, empacando bolsas en los supermercados, cosechando en los campos del norte de México o, muchos de ellos, en la industria de la construcción, sufriendo la suerte de los padres a los que acompañan en busca del sustento.
Pero estos corren con suerte, porque otros han tenido que enfrentarse a las redes de prostitución o del crimen organizado que los explotan, no para que vendan chicles o cigarros, sino mariguana y cocaína. Pero necesitaríamos de millones de videos en las redes sociales para descubrir lo que está a la vista de todos.
En México se explota laboralmente a más de 300 mil niños indígenas y en total a 3.6 millones de niños mexicanos, aunque a nosotros solo nos indigna lo que se publique en Facebook, Twitter, Instagram o Youtube, pues nos permite opinar, aunque sin llegar a la acción. Nos deja indignarnos sin llegar al compromiso, porque dar un like en Facebook o ser un agudo crítico en Twitter, es más fácil que dejar de comprar y explotar también por desconocimiento o comodidad.
Yair Dylan es un indígena tzotzil, un niño que fue expulsado de su comunidad por la miseria, bajó junto a sus padres de su pueblo en las nubes y el cielo, solo para comprobar que acá abajo, en la civilización «moderna», está el verdadero infierno.