¡Qué habilidades hay perdidas por ahí! ¡Qué genios arrinconados! ¡Qué de virtudes menospreciadas! Don Quijote, II Miguel de Cervantes Saavedra
Me reconozco artista y académico; mi vida ha estado rodeada de gente de talento, de imaginación creadora, de férrea disciplina para el trabajo, que va por el mundo con la frente muy en alto esperanzada en la certeza de que su quehacer contribuye genuinamente al engrandecimiento de este país convertido en casa.
Los hechos de la vida social y política de nuestros días, sin embargo, se oponen a esa esperanza.
Desde aquel ya lejano 1810, que sentó las bases de un orden político distinto para nosotros, la vida independiente de México ha ido de dificultad en dificultad. Más de doscientos años de historia «libre» han ido procreando un nido de intrigas y políticas de bandos —por no decir de bandoleros— verdaderamente sufribles.
La trama de nuestra historia pone en evidencia muchas malas cosas: por ejemplo, los enfrentamientos de grupos donde las ambiciones personales sobresalen como una constante de mal talante.
Esto refleja, sin duda, la confrontación entre maneras diferentes de entender la política, lo cual no es, en principio, algo negativo. Pero el hecho insoslayable es que esas visiones opuestas crearon una creciente burocratización hasta esclerotizar totalmente al sistema político mexicano.
En un sistema de horrible fisonomía, el mexicano común, el de a pie, ha visto con frustración creciente de por medio, que las habilidades, los méritos, las virtudes, el conocimiento, la inteligencia, no sirven de nada en un México empobrecido; empobrecido, no sólo económicamente, sino en buena parte de su patrimonio de valoración.
En efecto, un México débil, esclerótico y magro en el que los cargos, los nombramientos para formar parte de la burocracia política, se siguen vendiendo al mejor postor y en el que el trabajo manual e intelectual, no sólo no es reconocido, sino que se considera un lastre porque ha sido sustituido por el falso plafón del oportunismo, lo chafo, la mugre, la basura que se luce como un mérito de dorada brillantez.
México hoy da nombre a una geografía en la que abundan los tramposos insertados en las burocracias de partido, los truhanes desvergonzados revestidos de resonancias mesiánicas cultivadas en la más extrema pobreza intelectual, en la burocracia multitudinaria que teje su poder desde el partido, desde el Estado, desde donde sea cualquier parte del poder.
A ellos hay que sumarle los parásitos inscritos en los programas asistenciales del gobierno y que hoy constituyen la garantía de permanencia y continuidad de un sistema político incapaz de transformar nada de verdadero fondo.
Hoy, como ya lo señaló Cervantes a principios del siglo XVII, se recela de los talentos y se desprecian las capacidades de los otros mexicanos —perdónese la expresión, pero me dejé llevar por el divisionismo promovido desde palacio nacional—, a los que se les echa en cara su derecho de pensar diferente y, por eso, se tiran por la borda sus habilidades, su talento, su originalidad y su disciplina para el trabajo.
Sí, por esos derroteros marcha el México que nos saluda todas las mañanas con un monólogo perpetuo de timbre adormecedor, quizá para que no se escuche el ruido de las instituciones y las garantías que se derrumban una tras otra, dejando al mexicano a merced de una sola visión política pretextando como origen la democracia.
La gran demostración de fuerza que el presidente y sus aliados —mandos militares y el ejército de holgazanes legisladores del partido de moda— despliegan, es un gesto propagandístico con el que se pretenden tapar los fracasos en el frente de sus políticas públicas.
Los sueños de cruzada del presidente quedan diluidos en la sucia burocracia que defrauda la esperanza de los mexicanos que esperaban a alguien capaz de gobernar, no a alguien que ha declinado esa vocación en el vulgar e irrefrenable deseo de vengar agravios del pasado.
El llamado del pensamiento no sólo está encaminado a garantizar la libre expresión de las ideas; en el trasfondo está implícito un llamado a la cordura que permita atender los grandes problemas nacionales: educación, salud, justicia, crecimiento, desarrollo. Es decir, superar el abismo educativo que la emergencia sanitaria ha profundizado más; reconstruir un sistema de salud que terminó de destruirse con la puesta en marcha de inventos e improvisaciones que no tienen asiento en la realidad; transformar de manera radical el sistema de justicia para poder combatir la impunidad y la violencia que azotan al territorio nacional; la búsqueda incansable de fuentes de empleo que propicien el crecimiento económico; darle oportunidad al pensamiento y a la inteligencia ampliar el conocimiento para abrir umbrales al desarrollo.
Como artista y como académico, veo con escepticismo el presente que me ofrece el sistema político, donde las oportunidades y los sueños del presidente se proyectan débilmente contra el telón de la realidad.
De este México nuestro se ha apropiado la burocracia de todo pelaje. Cuando miro hacia el futuro, sólo veo miles de sueños en franca confrontación con una realidad que se empeña en su negación porque esa actitud beligerante de quien debiera, por su investidura, ser conciliador, no permite ver que en México no sólo existen pobres a quien hay que asistir (bien por eso), sino que también hay sectores de avanzada intelectual que pueden iluminar los rumbos por donde pudiera marchar el país.
Solo escuchar los coros de ángeles adulatorios que giran en torno al panal de las delicias, significa adoptar una actitud de desprecio por aquellos que pueden ser capaces de proponer otras maneras de percibir la realidad.