Aunque poseedores de todos los vicios, los políticos tienen siempre un destello de gran honestidad que se convierte en un punto vulnerable que, a sabiendas de que los puede perder, no pueden ni desean eludir: son inamovibles en sus ideas y se vuelven tan sordos, rígidos y fuera de razón que su horizonte para desplegar cualquier proyecto termina por acortarse tanto que, finalmente, se anula.
Eso parece pasarle al presidente de la república. Casado con ideas inamovibles, es incapaz de percibir la crítica como oportunidad para enriquecerse con nuevas ideas que, a su vez, permitan abrir el horizonte para desplegar con mayores oportunidades de éxito su proyecto de nación.
Empecinado en la idea fija de que el gobierno y el monarca español deben una disculpa pública a los indígenas mexicanos por el evento de la conquista, se puso a modo para que la crítica de aquel país lo pusiera como el mono perfecto para practicar el tiro al blanco sin posibilidad de fallar ninguno de sus disparos.
Objeto de burlas, burdos ataques a su inteligencia, alusiones descaradas a su visión de políticas públicas y críticas de la más alta jerarquía intelectual, el presidente mexicano se sintió agredido, humillado y despreciado por el pueblo español.
Pierde piso el presidente y olvida que, aunque no todos son Vargas Llosa ni Pérez Reverte, el ciudadano español constituye una entidad informada y educada en un proceso más crítico, que la propia sociedad europea practica como una exigencia de sus formas de relación.
Un buen amigo español, catedrático de la Universidad de Sevilla en el área de la filología, me hizo ver algunas verdades en torno a nuestra realidad respecto al indígena mexicano y a la manera como se le aborda desde las instituciones gubernamentales.
Sin entrar en detalles en las líneas argumentales de su interpretación, pero que desembocan en esto que a continuación escribo, debo admitir que sí, es verdad. Hoy, los residuos de algunas de aquellas culturas indígenas están fuertemente teñidas de etnocentrismo.
Toda la historia de México ha sido una constante en este punto: los indígenas constituyen lo otro, lo ajeno, lo incómodo, lo feo. Y como no se puede esconder, entonces hay que «occidentalizarlo» para volverlo asimilable.
Por eso se les confina en espacios separados en las ciudades, generalmente llamado Mercado de artesanías donde la única forma de soportarlos es insertándolos, justamente, en el mercado de consumo bajo la patraña de hacerles, y hacernos, creer que son entidades productivas y que, además, se preservan sus signos de identidad respetando en toda su magnitud su pasado.
Pero la realidad es otra. Para los gobiernos mexicanos, incluido el actual, el asunto indio es lo que sirve sólo para ser exhibido como curiosidad ante turistas que adquirieron en la agencia de viajes del primer mundo un boleto para hacer un superficial viaje al mítico pasado en descontextualizadas fechas significativas —como el veintiuno de marzo en Teotihuacan, donde una multitud descerebrada pretende cargarse de energías cósmicas positivas, por ejemplo—, aventura barata y chafa promovida como espectáculo televisivo enmarcado en un reality show de perversas condiciones.
Pero eso no es todo. En otros casos las comunidades indígenas son utilizadas para colgarles la etiqueta de marginados a fin de servir a la retórica política que se engalana con discursos vacuos que sólo profundizan más la distancia y acentúan el desprecio hacia ellas.
También son aptas para intelectuales de aparador, pues constituyen la inmejorable oportunidad de exaltar en público al indio muerto (Cuauhtémoc y Tenamaxtle, por ejemplo) y hacer un recuento de valores culturales ya desaparecidos con los pueblos asesinados, pero guardar hermético silencio ante la comunidad indígena viva, que en su expresión cotidiana se encuentra en condición de exilio y cuya sola existencia en la marginación clama solidaridad, justicia y libertad.
A veces también, son útiles para historiadores de plumas ociosas y sumisas que, ante los poderes en turno y haciéndose cómplices de los intereses políticos y de los políticos interesados, despliegan sesudos estudios de academia de bajo costo, bajo el supuesto de que interpretan y descubren pero que, en realidad, sólo encubren mezquinas aspiraciones personales de poder y de status encumbrado mediante la obtención de grados académicos, publicación de libros, viajes al extranjero y jugosas becas otorgadas por el Estado a través de sus instituciones: mutuas complicidades y favores de sospechosa integridad intelectual y moral.
Quizá influenciado por familiares cercanos, esta visión histórica del presidente victimiza innecesariamente al mundo indígena y lo obliga a situarse en un pasado que no vivió. Ni el gobierno español ni este país existían en 1521, así que este modo de ver e interpretar el curso de la historia sólo minimiza la grandeza del pasado que se quiere exaltar.
Los acontecimientos del pasado son hechos consumados, lo cual no quiere decir que estén sepultados en un pretérito muerto. Pero para que sirva esa memoria, para darle vida a esa lejanía resulta inútil buscar el reconocimiento de errores cometidos en el pasado porque fueron prácticas realizadas desde una perspectiva histórica distinta a la nuestra.
Pregunta. ¿No sería mejor realizar aprendizajes y que esa síntesis nos llevara mejor a incorporar al indígena al desarrollo del país con prácticas inclusivas donde sólo se tenga en cuenta su condición de mexicanos y no de indígenas?
Mi presi se siente ofendido e indignado porque, dice él, que el gobierno y la monarquía española no tuvieron ni la delicadeza de contestar la misiva y, además, perversamente la filtraron para exponerlo a burlas y ataques de cualquiera.
Esta explosión de enojo me parece fuera de lugar, sobre todo cuando hay cosas tan urgentes por resolver y que hoy han puesto en jaque a un gobierno que no encuentra la manera de cumplirle, no sólo a los pueblos indígenas sino a los mexicanos todos, lo más básico de su bienestar (que no son las becas ni los programas para adultos mayores, por cierto): salud, justicia, empleo, seguridad, estabilidad social.
Ignoro si ese tipo de «disculpitas» tengan algún sentido para la mejora de una sociedad. Me parece más oportuno mirar hacia el futuro proyectando políticas públicas de mayor envergadura, políticas que comprometan la pasión, la inteligencia y el buen uso de la razón para trabajar en favor de ese pueblo, tan privilegiado hoy en el discurso público.
Ese tipo de peticiones, me vuelve a parecer, constituyen sólo un discurso vacuo que alza una barrera que impide ver lo que está en el horizonte más allá de este presente tan agitado que hoy vivimos en México.