Disfrutemos la libertad de acertar o equivocarnos

Puede que en México todo el mundo lo sepa, pero más allá de sus fronteras no sucede así. Comienzo entonces por lo obvio. Este 6 de junio el país llevará a cabo las elecciones más grandes de su historia. Sin abundar en muchas especificaciones que, a la larga, terminan por confundir y hasta molestan, diré que hay casi 20 mil cargos en juego. Alcaldías, gubernaturas y diputaciones federales son las más destacables. A nivel local, las dos primeras preocupan a la gente porque presidentes municipales y estatales personifican los primeros responsables del bienestar de sus comunidades. A nivel nacional, en cambio, la conformación de la Cámara de Diputados resulta trascendental para el presidente Andrés Manuel López Obrador porque requiere hacerse con la mayoría de los escaños para seguir adelante con su propuesta política que tantos detractores ha encontrado en los sectores medio y alto de la sociedad.

Este breve resumen de lo que se viene en México dentro de muy pocos días es solo para llamar la atención sobre la importancia que tiene, dentro de un país democrático, la asistencia a las urnas. Y sí, recalco este punto: los mexicanos se la pasan quejándose —a veces con más razón que otras— acerca de la debilidad de su sistema democrático pero, en esencia, lo tienen y funciona. Para justificar su recelo aducen razones como la corrupción y el manejo de las instituciones en aras de favorecer candidatos. Sin embargo, para un cubano, ese tipo de irregularidades recuerdan la manida relación entre la espina y la flor. Si quieres admirar su belleza, de vez en cuando tendrás que aguantar un pinchazo.

Es curioso —y loable— el esfuerzo que invierten muchos organismos, ¡y hasta algunos políticos!, por lograr que la ciudadanía asista a los centros de votación para ejercer su derecho. Esa libertad de participar o no, aunque lo segundo atente contra el corazón mismo de la democracia, es uno de los aspectos que más admiro en este lado del mundo.

No olvido que a mis 18 años, durante mis primeros sufragios en Cuba —sí, ya sé, debía decir pantomima de sufragios— mi madre nos levantó muy temprano a mi hermana y a mí para ir a votar, en compañía de mi padre. Lo hicimos sin problemas y regresamos a nuestra vida habitual hasta que… pues hasta que el presidente de nuestro Comité de Defensa de la Revolución (CDR) —para los mexicanos, el equivalente a una lideresa partidista de barrio— tocó a la puerta de nuestra casa cuestionando mi presencia. Según él, había pasado por las casillas de votación y no estaba registrada mi asistencia. Sí, sé que para muchos parecerá una exageración, pero es una anécdota real. En cualquier otro país le hubieran contestado al inquisidor —nunca mejor aprovechado el término— que yo o fulano o mengano no habíamos votado porque no nos daba nuestra reverenda gana, ¡pero en Cuba! Creo que a mi madre hasta la presión le subió. Regresamos a las casillas y allí una de las organizadoras de los comicios me reconoció o, al menos, dijo haberlo hecho y asunto resuelto. Con un sistema de control tan bien aceitado a lo ancho y largo del archipiélago, no es de extrañar entonces que, a la noche, el noticiero nacional de televisión presumiera, en nombre de Fidel Castro, una asistencia del 99.9% a las elecciones del país.

Eran otros tiempos, sí, pero la pantomima sigue en la mayor de las Antillas. Quizás por eso muy pocos cubanos sienten deseo de asistir a las urnas. Por un lado, están conscientes del engaño y la pérdida de tiempo que representa asistir a un evento cuyo resultado está pactado de antemano; por otro, para hacer notar mediante la ausencia voluntaria, su enojo colectivo. No es la solución, no. Pero es un buen aliciente. Como el grito que sucede a la herida. No la cura, y sin embargo, bien que ayuda a sobrellevarla.

Lo irónico es que, luego de casi 15 años en México, siento verdaderos deseos de salir a votar. Para celebrar si ganan los que yo quiero o quejarme si pierden. Para decir después, en caso de que suceda lo primero, que los buenos no eran tan buenos porque terminaron siendo una bola de corruptos. O que los malos, a la larga, no lo eran tanto. Para equivocarme, digo. Que, aunque no lo parezca, es una de las grandes ventajas que te brinda la libertad. Ser tú mismo. Cualquiera podrá criticar tus desaciertos, pero nadie jamás te arrebatará que sean verdaderamente tuyos.

Definitivamente, no tenemos una sociedad perfecta. A pesar de ello, cuando echamos un vistazo sobre otros horizontes, comprobamos que la de México, al menos, tampoco es de las peores. Por eso, como dijo Mujica «luchar por la democracia, aunque sea injusta y llena de desigualdades, vale la pena». ¡Hagámoslo, entonces!

La Habana, 1975. Escritor, editor y periodista. Es autor de los libros El nieto del lobo, (Pen)últimas palabras, A escondidas de la memoria e Historias de la corte sana. Textos suyos han aparecido en diferentes medios de comunicación nacionales e internacionales. Actualmente es columnista de Espacio 4 y de la revista hispanoamericana de cultura Otrolunes.

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