Cada vez que se habla de democracia, Gobierno y Estado, el punto que caracteriza esos debates manifiesta de manera notoria una perspectiva de carácter superficial y altamente difundida entre las mayorías, frente a una sustantiva, restringida a círculos minoritarios en situación prácticamente de clandestinaje.
Mientras que la primera pone énfasis en los resultados inmediatos, tangibles y, por tanto, inteligibles para la mayoría. La otra prefiere concebir el quehacer político (que eso es a lo que se reducen democracia, Gobierno y Estado) como un proceso, al cual se le reconoce una dimensión cualitativa productora, en principio, de bienes simbólicos; esto es, bienes no tangibles y no medibles a corto plazo.
Esta perspectiva considera que la tarea de la democracia, el Gobierno y el Estado, consiste en aportar elementos suficientes para que los actores de la política tengan condiciones para mejorar el proceso incorporando la condición evaluadora ciudadana para tal proceso.
El problema radica en que, en el caso de los políticos mexicanos este campo de evaluación no existe en la práctica porque son los propios actores políticos quienes realizan esa tarea dejando fuera la participación ciudadana. Y lo hacen porque la ciudadanía es un elemento de crítica que los políticos mexicanos no están dispuestos a aceptar bajo ninguna circunstancia.
Con ello los políticos mexicanos prefieren eludir el hecho de reconocer que su quehacer cabe en la matriz de la ciencia política, entendida como una disciplina que profesionaliza a la misma política y la convierte en un objeto de estudio en cada uno de los escenarios de su realización.
Por eso se han ido conformando una serie de conceptos necesarios para hacer comunicable la nueva realidad de la política; conceptos que enriquecen el debate y que llaman a revisar seriamente el sentido de la política sobre una base de saberes, métodos y técnicas para abordar significativamente esa tarea pública.
Vivimos un periodo en que la lógica de los modelos políticos establecidos en México, evaden toda discusión a fondo sobre el sentido de una evaluación ciudadana de su quehacer. Se opta mejor por una autoevaluación arbitraria que emite juicios siempre favorables (si acaso lo duda, véanse las mañaneras del presidente), opiniones subjetivas sin freno, pero nunca se busca asociar la evaluación pública a un proceso formativo de desarrollo y bienestar.
No debería ser así, naturalmente, ya que la evaluación del quehacer político forma parte de una agenda que se encuentra estrechamente vinculada con el pensamientos contemporáneo, abierto a las nuevas mentalidades que lo admiten como una herramienta para favorecer la concepción de políticas públicas que contribuyan al crecimiento y al fortalecimiento de la democracia, el trabajo del Gobierno y la consolidación plena del Estado.
Sin embargo, en la práctica, los políticos mexicanos, emplean la evaluación que ellos mismos hacen de su propia actividad para justificar la exclusión de un conjunto de individuos, agrupaciones no gubernamentales y colectivos, a quienes considera como adversarios sin concederles ningún valor de opinión. Con ello pierde la oportunidad de aprovechar las diversas posiciones y fundamentos de un debate que se pone en marcha con la sola existencia del otro. También se pierde, desde luego, la posibilidad de enriquecer la vida pública de la nación al cancelar las voces que son opuestas y a las que se quiere hacer seguir la línea de pensamiento emanado del poder en turno. Eso no es democracia, claro.
En el mejor de los casos (dicho esto con el mayor optimismo posible y de buena fe) las intenciones de evaluación de nuestros pobres políticos, cuando las hay, lejos de promover la crítica para generar autocrítica, se han escogido estrategias formales que permiten, ciertamente, cuantificar los resultados (son los otros datos del presidente), pero que impiden conocer el proceso y la calidad metodológica.
En una democracia, como se supone y se pregona es la que vivimos en México, la evaluación del quehacer político (en tanto quehacer público que es) debería ser una fórmula de revisión obligada y común, y no una asignatura pendiente como es en realidad. Y debería serlo porque sus procesos están intrínsecamente estructurados en bienes simbólicos para ciudadanía representada en el Gobierno.
Por ejemplo, un ciudadano común desarrolla constantemente formas de pensar, de valorar, de integrarse a la sociedad como persona y como ciudadano. La política entonces debiera atender a lo que ha sido su función histórica: acercar al individuo a la cultura, al conocimiento y posibilitar el encuentro de todos, así como propiciar el desarrollo humano. No debiera ser, por tanto, sólo utilizada como mecanismo de sufragio para legitimar estructuras de poder.
Estos bienes simbólicos, cuyos resultados por más que se alegue lo contrario, no se pueden medir, pero sus logros se reflejarán en la fortaleza de una educación sólida, de un sistema de salud eficiente, de un aparato de justicia garante de la ley, de un sistema electora que garantice la democracia para que el Estado sea grande y el bienestar sea una realidad para todos.
En efecto, hacia allá deberían apuntarse las metas de quienes integran el Gobierno de hoy. Su quehacer no resistiría una evaluación porque se desmoronaría ante los fracasos de una educación que no encuentra rumbo institucional y ha convertido a los alumnos en autodidactas frustrados y emocionalmente destruidos.
Se haría añicos ante el sistema de salud que sólo mantiene como el nombre porque su infraestructura se cae a pedazos y todavía no termina por aparecer en el horizonte la promesa de ser mejores en Dinamarca.
Nada hay que hacer ante el escenario nulo de democracia porque el aparato político electoral sirve para premiar lealtades y repartir puestos de elección como si fueran «bolos» de una piñata que se entregan para consolar al que se quedó en la orilla.
Nada resistiría una evaluación ante los progresos del crimen organizado quien ha tomado control sobre las estructuras de poder que le corresponden a la ciudadanía, vía procesos democráticos, y ante cuya presencia en la vida pública del país, el Gobierno ha decidido claudicar para enfrentar a esas entidades del mal.
¿Qué hacer? La mejora del sistema político mexicano reclama la adopción, el desarrollo, la creación de paradigmas de evaluación política a fin de objetivar el grado de democracia que mantenemos como sistema; evaluación para medir la actuación del Gobierno a través de sus funcionarios. Evaluar para conocer la verdadera dimensión de Estado que tenemos.
No deberíamos supeditar esto a la agenda electoral. Debiera ser un ejercicio permanente realizado por la ciudadanía.