El cuartico se jodió

Una de las aparentes contradicciones que enfrenta un cubano emigrante cuando regresa a su país —generalmente, de visita— se agazapa en la frase «el cuartico está igualito». Para quienes no están familiarizados con las canciones de Panchito Riset, esas cuatro palabras conforman una línea de bolero tan vieja como popular. Puede que su mensaje original abordara la tristeza de un amor perdido, algo bastante predecible porque, a fin de cuentas, estamos hablando de un bolero, pero en la actualidad se utiliza, al interior de la mayor de las Antillas, para un sinfín de propósitos y circunstancias que, curiosamente, encajan bien su significado.

Si ese hipotético paisano aterriza en La Habana, por ejemplo, después de pasarse años entre las nieves de Suiza o bajo el calor sofocante del desierto de Sonora y pregunta «¿cómo está la cosa?», la respuesta que recibe puede ser exactamente esa: el cuartico está igualito. Acompañada de un gesto de incredulidad que su hablante intentará, por todos los medios, hacer evidente y que, no pocas veces, rematará con una onomatopeya para evocar el sonido de la manteca hirviendo. El conjunto puede resumirse en otra frase no menos popular: «no te hagas el extranjero».

Y sobre esta base, harto conocida, el cubano emigrante se sumerge luego de un tiempo indefinido e inevitablemente largo en el maremágnum de calles, rostros, sonidos y hasta olores que, poco a poco, su cerebro intenta acomodar como piezas de lego, en aquellos espacios vacíos que le sugiere un pretérito remoto, ahora reforzado por los colores y las sensaciones que su cuerpo recoge con avidez a cada vuelta de rueda. Redescubre avenidas repletas de vehículos antiguos, los edificios semiderruidos, el vaivén de caderas femeninas por las aceras, niños jugando en patios vacíos, la esquina en que le ofrecían guarapo y la cafetería, nostalgia pura para ese instante, donde se tomó la primera cerveza comprada en moneda dura. Entonces ya no puede más, la añoranza lo vence y pide que, por favor, detengan el auto un minuto apenas. Promete no demorar más que eso. Lo obedecen. Se apea, va hasta el mostrador y busca la marca de su bebida nacional preferida —imaginemos, Bucanero— entre el laterío que adorna la vidriera del local.

Más o menos así, tampoco pretendo ser del todo exacto, pueden emerger las primeras señales de incongruencia porque, dice Riset y los familiares que fueron por él al aeropuerto, que el «cuartico está igualito» —así fue, con gesto y onomatopeya incluida— y, sin embargo, no encuentra una sola cerveza que comprar.

«No, loco», le advierte alguien al descubrir su expresión de incredulidad. «La cerveza está perdida, cualquier marca. Si la encuentras es, a veces, en negocios particulares y carísima». El detalle, descubrirá más tarde, es que no se trata solamente de la cerveza. Tampoco aparece la malta, el refresco ni jugos de facturación nacional o internacional. Productos antes visibles, aunque rara vez accesibles por sus precios, ahora se han vuelto invisibles. De cierta forma, la mercancía más plebeya ganó un puesto en la aristocracia y, con el salto, alcanzó el grado de misterio y exclusividad que antaño solo estaba reservado para la carne de res o la langosta, siempre deseadas, rara vez alcanzadas. ¿Será acaso que la idea de igualdad proletaria proyectada hacia los hombres derivó en igualdad aristocrática entre bebidas y comestibles?

Cuando apenas concebía la idea del viaje, seis meses atrás, amistades le recomendaron a nuestro cubano emigrante que podía dejar allá los 200 o 300 pesos cubanos que cargó al salir porque eso, cito, «no servía pa’ na». Que trajera pesos convertibles si acaso, al abandonar el país, se había llevado alguno. Pero tampoco, transcurridos tres o cuatro meses desde aquel consejo primigenio, le dijeron que mejor no. Que trajera dólares porque ya no eran dos monedas las que circulaban en el país —así era cuando él se marchó— sino tres, y la carita de Washington les ganaba a todas. Aunque, en realidad, esa carita con bucles dieciochescos tampoco la vería mucho porque el dólar se usaba mediante tarjetas, no con efectivo, y el peso convertible ya iba en picada.

Tanto, que terminó por estrellarse, le informaron cuando casi tenía un pie en el avión. De nuevo había una moneda, la nacional, la primerita y maltratada. De los tiempos en que él era un chamaco que vendía botellas vacías en la bodega para comprarse un vaso de refresco instantáneo a medio. Pero cuidado, porque los precios y los salarios habían cambiado y con un medio, una peseta o un peso, no iba a poder comprar nada.

Ahora, cuando de dinero se trata, las cifras se manejan en decenas, cientos o miles. Te pongo un ejemplo, le dicen. ¿Te acuerdas de la balita de gas que le comprabas a 7 pesos a la abuela María? Pues ahora cuesta 213. Saca cuentas tú solo.

¡Ah!, y en el aeropuerto, ojo y paciencia, porque ya no distinguen cubanos de extranjeros. A todos les están pasando las maletas y hasta las nalgas por los rayos X. Y adrede, se demoran y se demoran. Que no buscan droga, ¡claro que no! Lo que buscan es un paquete de jabón, blúmeres o calzoncillos, champú, lo que sea que puedan quitarte y ellos usar o, si quieres salir rápido, suelta dinerito para que te dejen tranquilo de una vez. ¿Pesos cubanos? No, ¿que de verdad no entiendes, mijo? ¡Dólares! Sí, ya sé que te dijimos que se quedó la moneda nacional, pero con un dólar, aunque el cambio oficial está a 24, hay quien te ofrece hasta 40 pesos cubanos. Así que, si vas a sobornar, que sea con billetes verdes. Pero verde oscuro.

Y todavía, al regresar al carro —sin cerveza y con desencanto— el emigrante cubano siente que alguien le pone una mano en el hombro, un poco por respaldo y otro poco por cariño, y le confirma: «si te digo que este país no cambia nunca, hermano». Y eso termina por aturdir más al paisano, antes ciudadano, ahora turista, porque ya olvidó, entre las montañas heladas de Suiza o bajo el sol ardiente de Sonora, que la miseria en Cuba se perpetúa de muchas formas distintas, como el camaleón cuando cambia de color o el presidente de nombre. Y aunque, al principio, siente que Panchito Riset lo engañó descaradamente porque el cuartico que ahora ve no se parece en nada al que, años atrás, habitó, no tardará en percatarse de que apenas han cambiado la ubicación de los muebles, pero el polvo y la tristeza no se han marchado de allí.

La Habana, 1975. Escritor, editor y periodista. Es autor de los libros El nieto del lobo, (Pen)últimas palabras, A escondidas de la memoria e Historias de la corte sana. Textos suyos han aparecido en diferentes medios de comunicación nacionales e internacionales. Actualmente es columnista de Espacio 4 y de la revista hispanoamericana de cultura Otrolunes.

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