La importancia del desengaño está fuera de duda. Es verdad que el desengaño es doloroso, pero abrir los ojos es quizá el modo privilegiado de seguir adelante. Vivimos engañados. Ya sea por efecto de los mass media o por otros canales. Como subrayaba Roberto Carlos ya hace mucho: «quien sabe menos las cosas, sabe mucho más que yo». La experiencia del engaño puede ser, prima facie, positiva. Sin embargo, a la larga, vivir en el engaño resulta por demás estrepitoso.
Baltasar Gracián, jesuita español, escritor del Siglo de Oro, enseña en su obra El Criticón que vivimos engañados. El engaño está en la entrada del mundo y el desengaño a la salida. Critilo y Andrenio, Razón y Pasión, personajes de la novela, andan en busca de Felisinda, la felicidad, no la encuentran, se desengañan y en función de su mérito logran ingresar a la Isla de la Inmortalidad: «ya murió para el mundo Felisinda y vive para el Cielo… quedando desengañados todos…», exclama Gracián.
¿En qué consiste el engaño? Gracián es directo: «Desde aquel día, la Virtud y la Maldad andan trocadas y todo el mundo engañado o engañándose…» Hay que ser perspicaces, como lo sugiere la parábola evangélica del trigo y la cizaña. Además, hay que tener paciencia para distinguir el trigo de la cizaña. Saber esperar. Porque como subraya Gracián con su característico pesimismo: «… y me desengañé, que de sabiduría y de bondad no hay sino la mitad de la mitad, y aun de todo lo bueno». Predomina la maldad en el mundo y las apariencias engañan.
Así es que hay que dar gracias al noble desengaño. No olvidemos que el «desengaño» es hijo de la «verdad». La verdad no peca… pero molesta. Por eso el «mérito» grita: «desengáñense, que aquí no entran sino los varones eminentes, cuyos hechos se apoyan en la virtud…». La inmortalidad es sólo para estos. Quizá la felicidad no, pero sí la perduración real, y no sólo en la memoria. Es el mérito vinculado al trabajo y al sudor lo que nos hace dignos de la inmortalidad.
El engaño aparece en todos los órdenes de la vida. Desde el orden matrimonial —una infidelidad al descubierto— hasta el orden de la política: un gobierno descaminado, corrupto e inepto. La posmodernidad puso los acentos en la desilusión, en el desencanto y, por qué no, en el desengaño. Ser posmoderno significa, con Lyotard, deshacerse de los «metarrelatos» —capitalismo, socialismo, comunismo, etc.— que tan poco nos han dejado. El desengaño es, a final de cuentas, una pérdida de las ilusiones o esperanzas que teníamos de que las cosas fueran de otro modo.