Cada vez que hay elecciones en mi país mantengo siempre la esperanza de que las nuevas autoridades se darán el tiempo suficiente para concebir y luego integrar a su trabajo políticas públicas, inteligentemente pensadas y, mejor aún, eficazmente implementadas para enfrentar los desafíos vitales de la nación.
Pero apenas pasan unos días y la realidad termina por hacer añicos la esperanza y la desilusión se adueña de mi estado de ánimo porque todo vuelve a ser como ha sido lo normal en casi un siglo de dictaduras de partido, como las que hemos padecido a lo largo de esa línea temporal que hoy reconocemos como un centenar de años.
En efecto, una mirada cuidadosa y el abordamiento de algunos elementos de análisis, nos demuestra que la realidad es que, en este punto en que se encuentra el Gobierno, carecemos de políticas públicas. Hubiera querido que, en un ambiente de sano trabajo para potenciar la vida pública de México hacia un crecimiento sostenido, se diseñaran políticas públicas para fortalecer, modernizar y diversificar el desarrollo.
Pero sin ellas, este país se ha convertido en lo que tristemente es: un país mediocre, estancado, sumergido en una crisis de viabilidad y sustentabilidad al no ser atendidos los orígenes de los conflictos y sólo haber emprendido acciones paliativas pensando en que eso eran las soluciones.
No veo un proyecto estratégico de desarrollo, ni siquiera en el discurso de las élites y la visión optimista de un presidente que ve únicamente lo quiere ver. Su discurso mañanero se encuentra agotado y no hay ninguna renovación de ideas que permita vislumbrar siquiera la posibilidad de una mínima transformación de fondo en los asuntos nacionales.
Las fallidas obras presidenciales ya no alcanzan para alimentar el imaginario de la prosperidad partidos ni la fantasía de la felicidad frente a una crisis que deteriora lo hecho arrinconándolo todo en la frontera de los desastres.
¿Por qué llegamos a esto?
Aunque la mayoría de los analistas suelen inclinarse hacia el voto de castigo a una dictadura de partido, pienso que, en realidad, todo lo anterior encuentra explicación coherente en la forma en que la historia de México ha seguido su curso. Se ajusta bien a lo que el respetado filósofo mexicano Leopoldo Zea llamaba el mito del dictador iluminado que, en palabras coloquiales, debe interpretarse como el tirano honrado.
Así que, por su historia, resultó lógico que un déspota cualquiera tomara el poder como algo de su propiedad y pasara por alto el cumplimiento de las leyes. Aunque él no lo cree eso imposibilitará la transformación del país pues ese comportamiento sacrifica la evolución política del país en aras de un sueño que transcurre en medio de música de arpas y violines.
El mito referido anteriormente es el que media todas las relaciones entre el dictador de carne y hueso, y los grupos que lo llevaron al poder. Así, la dictadura de Estado que por años ejercieron los partidos políticos de México, pasó a un absoluto personal con Andrés Manuel.
El poder que se ha puesto en manos del presidente lo hace incómodo y temible. Ante los hechos incontrovertibles de hoy, nadie está en posibilidad de asegurar que el dictador no se convierta en el futuro cercano en el mayor obstáculo para la evolución política de México y el establecimiento de la democracia como consecuencia natural de su proceso evolutivo.
La mitad del país, por lo menos, ha compuesto el poder de este hombre con una serie de delegación de derechos ciudadanos, de abdicaciones extralegales, quizá sin que él lo haya solicitado, es cierto, pero, al mismo tiempo, sin rechazar esa formidable responsabilidad por una mera cuestión de exaltado ego que no conoce el límite. Y eso, naturalmente, es peligroso, como ya resulta visible al instituir un Gobierno despótico, ya de plano sin trabas ni ocultamiento de por medio.
En realidad, estamos repitiendo la historia del porfiriato cuando, una vez reelegido por tercera vez, impuso su poder para lograr la inmovilidad de los otros Poderes de la Unión sumergiéndolos en el eterno sueño del olvido de sus obligaciones para con la ciudadanía que representan; es decir, trastocar la democracia para intercambiar sus virtudes por una indigna sumisión a la figura acartonada y patética de un dictador que se cree iluminado por la gracia divina.
Y así están, en calidad de rehenes de un poder que los alimenta creándoles la fantasía de que gobiernan a través de una ciega obediencia que los obliga a emitir el voto rastrero en favor leyes a modo que el patrón necesita para seguir nutriendo su imaginario personal, tan lleno de mirabilia.
No necesitamos esas prácticas; urge, más bien, una verdadera transformación, aunque no sea cuarta ni quinta o sexta, simplemente transformación que haga desaparecer la pobreza para que los hombres de mi patria no tengan que hurgar en las bolsas de basura para ver si encuentran algo útil que les proporcione un día más de esperanza.
No es deseable mantener un país con programas clientelares donde cada monto pagado como beca, pensión u otra clase de asistencia, se transforma en una disminución y degradación de la persona porque se le busca únicamente con fines aclamatorios en favor de los que ostentan el poder.
Necesitamos un cambio para que la libertad de tránsito no se vea copada por las organizaciones del crimen sin que ninguna autoridad —incluido el ejército, marina y la escenográfica Guardia Nacional— pueda (o no quiera) poner freno.
Necesitamos un Gobierno que atienda la tragedia de los migrantes, que alivie el dolor de los desaparecidos, que resuelva los agravios de los feminicidios, que ponga orden para que tengamos una estabilidad económica, para que haya justicia, entre muchas otras cosas.
No necesitamos un Gobierno enfrascado en actos de magia para un pueblo convertido en masa mientras sostiene una actitud beligerante con todos aquellos que se niegan a seguir ideas tan descabelladas para gobernar un país.
Quienes nos asomamos con otra mirada al análisis del ejercicio público del poder, entendemos que esta clase de discrepancia se da con frecuencia en sociedades inmaduras, de escasa democracia, y su frecuencia es alta, especialmente entre aquellos que no gustan del examen crítico de sus creencias.