El debate sobre la militarización plantea un falso dilema: militarización o inseguridad. Bajo esta premisa, ante el grave deterioro de la seguridad y el imperio de la violencia la opción será militarizar la seguridad pública. El gobierno ha optado por dos caminos: utilizar a la dirigencia del PRI para promover la reforma de un artículo constitucional transitorio para ampliar el tiempo en que el presidente de la República puede hacer uso de las fuerzas armadas regulares en funciones de seguridad pública y militarizar la Guardia Nacional.
El tema central es cómo abatir la inseguridad y la violencia, que se han acentuado en los tres últimos lustros y que, al momento, significan la preocupación mayor de los mexicanos y una de las amenazas más graves al orden social y al sistema democrático de gobierno. La solución por construir debe centrarse en las decisiones que permitan ganar la batalla al crimen. La militarización ha sido la tentación de los gobiernos, además de crear una policía nacional. La idea de combatir a la pobreza como causa originaria del crimen, tesis del actual gobierno, pasa como broma de mal gusto ante el incremento del número de pobres en lo que va del sexenio. Si pobreza y desigualdad es el caldo de cultivo para la criminalidad significa que no habrá solución en un horizonte temporal razonable. La realidad es que la causa del desastre, y no solo en el de la inseguridad, tiene que ver con la impunidad.
Llama la atención la ausencia de una discusión seria sobre el tema. Desde ahora se sabe que la solución es costosa, llevará tiempo, involucra a todos los órdenes de gobierno y poderes públicos, y además requiere de una auténtica y efectiva participación social. El Congreso no cumple con tal responsabilidad por la polarización de por medio y el sometimiento al presidente. El gobierno no escucha, el presidente alardea conocer el problema y lo que debe hacerse, pero se desentiende de los datos adversos. La complacencia es abrumadora al insistir el éxito de abrazos no balazos.
El país se debe un debate al margen del simplismo disyuntivo de militarización o narco. Lamentablemente la polarización de la vida pública, que se acentuará en el contexto de las elecciones de 2024, no da espacio para una discusión seria, objetiva y centrada con el propósito de dar respuesta colectiva, comprometida y de Estado al problema tan serio de inseguridad y violencia.
El actual gobierno pretende continuar con más de lo mismo. Después de 4 años desastrosos, no se actúa en busca cambios para mejores resultados. Como tal, preocupa el desdén gubernamental a la información sobre los delitos, y el abandono al fortalecimiento institucional de las policías locales, municipales y ministeriales. La sociedad civil ha dejado de estar en el centro de la atención; en lugar de convocarla e involucrarla se le ha dado condición de actor pasivo, recipiendario de beneficios monetarios bajo el iluso supuesto de que así los jóvenes no transitarán al crimen.
Si un ejercicio de consulta pública debiera emprenderse no es si se debe militarizar la guardia nacional o extender la presencia de las fuerzas militares regulares, sino si se debe continuar con el mismo modelo que excluye a la sociedad; ignora la dinámica diferenciada de estados, regiones y municipios; y se desentiende del desarrollo institucional de las policías ministeriales y también de las más próximas a la sociedad, por ahora muchas de ellas sometidas al crimen por intimidación, terror y cooptación.
La situación es preocupante porque el mensaje y las acciones de las autoridades federales son de complacencia hacia los criminales, además de que el crimen organizado se impone sobre autoridades municipales y locales y participa cada vez más activamente en los comicios para la renovación de poderes públicos.
La militarización es la mayor y más contundente evidencia del fracaso del poder civil en la contención del crimen. El problema es que este recurso excepcional tiende a volverse permanente y con ello los civiles incumplen con su responsabilidad, dejando en las fuerzas armadas una tarea que no les corresponde, que no están estructuralmente habilitadas para realizarla, y las distrae de su elevada misión. La desesperación compartida por el fracaso orilla a una respuesta errónea, insuficiente y contraproducente.
Rehenes de falsas certezas
Al igual que el Gobierno del presidente Enrique Peña el actual busca crear certeza en la reconstrucción de los hechos trágicos de Iguala hace ocho años. Responsabilidad por mitades en cuanto al tiempo perdido. Desde luego, que el victorioso tiene la última palabra, no necesariamente la verdad. Más aún, el encarcelamiento del anterior procurador, Jesús Murillo Karam, y del entonces comandante de 27 Batallón de Infantería de Iguala, Cnel. José Rodríguez, implican un ensañamiento mayor no sólo por centrar la responsabilidad en los investigadores, sino por la impunidad concedida a los perpetradores del atroz crimen.
Construir certeza a través de la tortura para efectos legales es igualmente pernicioso que hacerlo a través del testimonio forzado de criminales confesos en busca de beneficios legales. El informe del Gobierno federal a cargo del subsecretario Alejandro Encinas es una verdad a modo de una de las muchas partes que convergen con intereses políticos en el tema. Calificar como crimen de Estado, y el presunto involucramiento militar en los hechos trágicos no se sostiene con lo aportado en la investigación del Gobierno.
Debe quedar claro que el subsecretario de Gobernación no es Ministerio Público, es decir, su actuación no se apega a las normas propias de un fiscal, incluso en la valoración de la calidad de las pruebas. No debe sorprender que la FGR le enmiende la página al funcionario, quien solicitó vincular a proceso a 83 personas, entre las que se encontraban los mandos militares y exfuncionarios federales y del Gobierno de Guerrero. El fiscal especial para Ayotzinapa, Omar Gómez Trejo, quien ya renunció al cargo, al igual que el subsecretario Encinas, se encontraba en una situación muy comprometedora.
Se entiende que el presidente López Obrador se comprometiera a reivindicar la verdad sobre la desaparición y seguramente homicidio de los 43 estudiantes de la normal de Ayotzinapa. El voluntarismo es una enfermedad común en el poder porque se parte del supuesto falso de que las cosas suceden o se omiten por voluntad presidencial. La realidad es otra, y como este mismo Gobierno demuestra, es sumamente complejo clarificar hechos de manera convincente, probada y fehaciente, de manera tal que se ha omitido información, como los testimonios rendidos por los mandos militares, y dado calidad de prueba plena a los de los criminales, particularmente al de Gildardo López Astudillo, el Gil.
Al parecer, López Obrador no advierte que está incurriendo en la misma falta que le asignan a Peña Nieto y su procurador Murillo Karam, de construir una versión de los hechos a la medida de los intereses del poder político, éstos absolviendo a autoridades locales y a militares; aquél, haciendo propia la versión de crimen de Estado, forzando el caso contra militares, que corresponde más a una versión políticamente interesada que al esclarecimiento de la verdad.
La realidad es que después de ocho años la verdad no se hace presente. Las versiones de los dos Gobiernos coinciden en muchos temas fundamentales, pero derivado de la colaboración de la periodista Peniley Ramírez en Reforma, con acceso a la investigación no testada, es claro que el subsecretario tiene plena convicción de que el Cnel. José Rodríguez sí estuvo involucrado, al menos en el homicidio y desaparición de seis estudiantes, además de que los restos humanos de buena parte de los estudiantes asesinados fueron trasladados a la instalación militar bajo su responsabilidad. La cuestión es que del mismo informe se derivan pruebas de muy discutible veracidad o poder probatorio, como los supuestos intercambios telefónicos que no fueron obtenidos de manera confiable y pudieron ser fabricados, y el muy discutible testimonio de el Gil.
Después de ocho años de la tragedia de Iguala la verdad continúa elusiva. Nadie está satisfecho, ahora menos por la falta de rigor en el desarrollo de la investigación del Gobierno y por la discutible valoración de pruebas. A Jesús Murillo Karam se le ha encarcelado no por el crimen, sino por la supuesta deficiente investigación y encubrimiento. ¿Ocurrirá lo mismo con los involucrados en el informe Encinas?