Producto de una larga evolución, la segunda mitad del siglo XX testificó la aparición del Estado de Bienestar. Surgido en Europa a partir de una serie de reformas estructurales que permitieron emprender una lucha contra los estándares de pobreza y la exclusión social, su advenimiento trajo signos de esperanza para muchos y, de paso, dio razones de justificación histórica para algunos Gobiernos.
Se trata, en esencia, de una nueva concepción de Estado, a partir del Estado moderno surgido en el siglo XIX, organizado en torno a estructuras político-administrativas de carácter democrático en donde el poder público organiza con carácter universal, la satisfacción de necesidades básicas de una sociedad para garantizarle su desarrollo; es decir, educación, asistencia sanitaria, empleo, salarios, recreación, entre otros.
Los resultados en los países que implementaron este modelo fueron más que notables. Su parte más visible fue la casi eliminación del proceso de exclusión social, aunque a costa de la explotación de los recursos de los países que no habían alcanzado todavía el desarrollo deseado.
Hoy, el Estado de Bienestar es presa de una crisis pues las dificultades económicas ya no ofrecen las facilidades de antes para seguir desarrollando este modelo; incluso ya no se pueden, ni siquiera, conservar los logros alcanzados pues este tipo de organización se encuentra amenazado por tres frentes a la vez: la cuestión financiera, la disminución de los apoyos sociales y ese monstruo llamado Neoliberalismo.
En todos los países del mundo las demandas sociales se han multiplicado porque han aumentado las necesidades y hoy se demanda mayor asistencia, así que los que están en el poder, como los que están en la oposición, ponen en práctica una fórmula probada, aún a sabiendas de que, al final, lleva al desastre. La fórmula es prometer mayores beneficios a todos los grupos sociales porque saben que los votantes emitirán un sufragio a favor del candidato (promovido por un partido político) que más ofrece. El costo siempre lo pagan los contribuyentes.
El clima social de nuestros días ya no permite un aumento en los apoyos sociales, más bien tiende a disminuirlos porque se ha visto un renacer del individualismo. En países latinoamericanos, como el nuestro, el desarrollo retórico del Estado de Bienestar ha institucionalizado la solidaridad política de los Gobiernos, pero ha cavado la tumba de la solidaridad personal pues los beneficiados han ido cayendo en una actitud de pasividad con respecto a los problemas comunes, así como de irresponsabilidad y egoísmo.
El discurso neoliberal se ha convertido en el pensamiento económico dominante y desde esa postura se considera al Estado de Bienestar como enemigo de la competitividad de las empresas, además de sus tentaciones por regular la economía pues resulta también un discurso muy rentable en favor de sus intereses, sobre todo electorales.
En una crítica en torno al Estado de Bienestar desde nuestra contemporaneidad tendríamos que decir lo siguiente: Parece perjudicial que el Estado regule la economía. Al no haber contrapesos para el capitalismo, el intercambio entre individuos en el marco de un mercado libre maximiza el bienestar social ya que sólo comerciarán entre sí cuando les resulte mutuamente beneficioso hacerlo.
El ofrecimiento gratuito de determinados servicios, incluidas las becas, resulta despilfarrador porque en la medida en que disminuye la exigencia para conseguir productos, los individuos demandarán más servicios de los que habrían estado dispuestos a pagar. Pero, además, debido a que las instituciones públicas están fuera de las exigencias disciplinarias del mercado, ofrecen sus servicios de manera muy deficiente al no tener ningún competidor enfrente.
El Estado paternalista priva al individuo del derecho y la obligación de asegurarse por sí mismo lo que necesita para su desarrollo. Cada vez que el Estado amplía su oferta asistencial sustentada sólo con fines de aclamación pública, despoja a las personas de todas sus potencialidades y competencias para hacer frente a los problemas de la existencia.
Naturalmente, en un mundo tan complejo como el que hoy compartimos, nadie niega la existencia de un buen número de personas que necesitan ayuda, pero cuando el Estado de Bienestar facilita una oferta de servicios a disposición de miles, sin una política pública sustentada en estudios y análisis de la realidad, hace que los beneficiarios eludan muchas de sus responsabilidades.
Las políticas asistenciales entendidas como dádiva o caridad política es una trampa. En realidad, las aportaciones de tiempo, dinero y esfuerzo resultan sumamente altas porque el público beneficiario llega a adquirir la certeza de que es el Gobierno el único que debe encarar los problemas de todos sin que medie también una participación ciudadana que la haga efectiva al contribuir a su propio desarrollo.
El hecho es que no resulta ninguna virtud cuando los beneficios asistenciales son demasiado generosos porque, cuando esto ocurre, muchas personas son reducidas a una condición de dependencia porque saben que el Estado solventa de manera gratuita, sin importar el costo, las reales o ficticias necesidades del pueblo.
Después de lo anteriormente expuesto, la pregunta obligada es si vale la pena conservar, o incluso acrecentar, las acciones y logros del Estado de Bienestar. En el México que gobierna López Obrador, este modelo le confiere todo el protagonismo al Estado, a la institucionalización de los recursos y la profesionalización de los servicios sociales como exclusivos y únicos referentes de un Gobierno que parece atender los problemas más vitales de la sociedad cuando, en realidad, maquilla y esconde algo que ya no se puede sostener.
En lugar de que el ejército mexicano espíe, que el general secretario desacate los mandatos institucionales, que el secretario de gobernación muestre su lado más servil y pelee con gobernadores y otros grupos de la política, que no aparezcan políticas públicas de relevancia para atender con urgencia problemas esenciales: feminicidios, desapariciones, grupos del crimen organizado, falta de medicamentos, sin mencionar los educativos, de justicia, empleo, desarrollo, ¿no sería mejor que la administración que hoy gobierna se echara a cuestas la tarea de hacer un ejercicio de autocrítica para ver lo que quizá todavía se pueda hacer en lo que resta del sexenio?
Una cosa es cierta: el campo de bienestar social debe ser respetado, pero la alternativa no es tener un Estado que haga las cosas porque cree que, de no hacerlo él, las cosas se quedan sin hacer; la alternativa, más bien, es contar con un Estado que estimule las iniciativas de la sociedad civil, las apoye en todos sus puntos, y actúe por sí mismo sólo cuando éstas no sean suficientes.