El incompetente de Palacio

El hartazgo genera, en términos políticos, una sensación de cansancio, de frustración, de un «no más» de lo que conforma el modelo existente, de anhelar desde lo más profundo de nuestro corazón un cambio, a veces sin pensar siquiera en los alcances que implica el advenimiento de un esquema distinto al que se quiere mandar al demonio, porque ya no se tolera. En el año 2000, en México nos atrevimos los electores a dar un salto que nos trajo por primera vez la alternancia en el Poder Ejecutivo federal. El PRI perdió las elecciones, su otrora maquinaria invicta que ponía presidentes de la república con la mano en la cintura y mantenía intacto el dominio partidista se colapsó ante un PAN que por décadas había luchado por una oportunidad de ejercer la política de manera distinta a la que por 70 años había prevalecido en nuestro país. Y llegó al Ejecutivo federal, Vicente Fox Quezada. Y en el siguiente sexenio le dieron una segunda oportunidad al partido de Gómez Morín para continuar a cargo de México, con Felipe Calderón Hinojosa. Y en 2012 recuperó el PRI la silla del águila con Enrique Peña Nieto. Y en 2018 ganó la elección Andrés Manuel López Obrador. ¿Cambió la mentalidad de los mexicanos en torno al ejercicio del poder público? ¿Se inauguró una nueva manera de hacer política? La respuesta es no, y me duele en el alma admitirlo y decirlo, no, no, no… Seguimos igual, arrastrando la misma desgraciada cadena que nos ha convertido en súbditos de sátrapas sin patria ni matria… y aunque estamos hartos de semejante agravio consuetudinario, no nos da la indignación para acabar de una vez por todas con esta política sostenida, alimentada con los venenos de siempre, dádivas, tarjetas, compra de votos, complicidades, marginación material e intelectual adrede, etc., etc., y todo género de perversiones que la mayoría acepta sin chistar.

En 2018, la polarización social y política trascendió la ideología y se afianzó en el discurso contra el sistema. La disyuntiva era decidir entre la permanencia del PRI o la entronización del populismo exacerbado de Morena con su candidato López Obrador. La percepción de siempre de la corrupción enraizada hasta el tuétano en todo lo público instaurada por el PRI y el coraje con un PAN que en dos sexenios no supo desterrarla o por lo menos acorralarla, tenía a la gente harta, aunado a una campaña errónea —que persiste en la endeble oposición que hoy tenemos—, traducida en un discurso anti-López, pero sin propuestas concretas, objetivas, viables, para que se diera el viraje. Y López Obrador supo interpretar y aprovechar el coraje, la desilusión del electorado, con la cantaleta de derrotar a la «mafia del poder», en donde hasta la fecha sigue colocando a todo aquel individuo, partido o grupo, que discrepe de su forma de pensar. Y el resultado se dio, la alianza para atacarlo se convirtió en la catapulta que lo hizo ganar las elecciones en 2018. Lo fortaleció y lo sigue fortaleciendo. En 2021, si usted quiere, con menos votos, pero ganó la mayoría en la Cámara de Diputados, que hace sin chistar lo que a él se le pega su regalada gana. Y la oposición en su laberinto, el PRI soñando con volver a sus glorias de ayer, el PAN perdido en su debacle interna que le merma fuerza y lo aleja cada día más de quienes alguna vez le otorgaron su confianza, y Movimiento Ciudadano aferrado a hacer ídolos con pies de barro, diría mi tía Tinita, «por eso los hacen pandos». Y no son más que el retrato de que siguen casados con lo mismo, con esa herrumbre que ha desgraciado a este país un día sí y otro también, desde hace décadas, y de su falta de inteligencia y arrestos para romper con ella.

Las alianzas entre fuerzas políticas con ideologías tan distintas, han contribuido de manera significativa al desdibujamiento de quienes las han pactado, porque lo único que persiguen es la victoria electoral y punto. No hay más desde esa perspectiva, se reparten cargos —ah… y sin importar que quiénes los vayan a ocupar, sean los más idóneos—, cotos de poder, más de lo mismo. Estrategias para cachar votos, son las que dominan. No hay propuestas que marquen la diferencia, ni ningún interés porque las haya. Lo que tenemos a la vista en cada elección es una lucha electoral entre una centro-izquierda-derecha y una izquierda radical cuyo signo distintivo es su populismo voraz e irresponsable, pero muy eficaz para ganar votantes. Reitero, no hay discurso propositivo, solo un permanente exhorto a la polarización. Y en estos menesteres el presidente López Obrador se lleva todas las palmas. Es un experto en manipulación orquestada. La ha perfeccionada en sus muchos años de camorrista profesional. Las mentiras las ha convertido en el imán más eficaz para ganarse incondicionales desinformados y enardecidos y también con licenciatura, maestría y hasta doctorado. Por eso es tan importante que organizaciones de la sociedad civil se fortalezcan, para que se conviertan en el elemento número uno para ir limpiando la política de tanta corrupción y convertirla en lo que genuinamente debiera ser, el mejor medio para construir democracia como sistema de vida, una en la que los gobernantes tengan bien claro su papel de servidores públicos temporales y a sueldo, y los gobernados en mandantes de a de veras, con todo el derecho para exigir a sus empleados el cumplimiento de sus obligaciones.

La política representativa que tenemos en México está muy desgastada, la gente no se siente representada por sus autoridades electas, y a estas tampoco les importan un comino serlo. No hay cultura cívica, no hay educación ad hoc para que esto sea posible, como ocurre en otras latitudes del mundo. Y a este Gobierno le interesa menos. Y no he visto, ni usted tampoco, ningún movimiento social a favor de esto. La educación le vale una pura y dos con sal, igual que la salud de los mexicanos. Y el que se calla consiente.

México está viviendo hoy día una de sus etapas más críticas y de consecuencias inenarrables si no le ponemos un hasta aquí a este Gobierno que hoy encabeza Andrés Manuel López Obrador. Si los anteriores fueron malos, el de él no tiene nombre. Se vendió en campaña diciendo que iba a acabar con la corrupción, y ni la ha tocado, salvo sus vendettas personales. La corrupción y la impunidad siguen viento en popa. A instituciones como el Ejército y la Marina, que otrora gozaban del respeto de muchos mexicanos, ya se las cargó, el desprestigio también lo llevan a cuestas. Su comandante en jefe las ha desgraciado, como todo cuanto toca. Se le llenaba la boca de criticar a Calderón, cuando este las incorporó a la lucha contra el narcotráfico, aduciendo que su presencia generaba más violencia en la sociedad… ¿Y hoy qué tenemos? A Calderón le faltó adecuar el marco legal para apuntalar facultades y funciones en ese ámbito… ¿Y a López Obrador? ¿Por qué no ha invertido en una fuerza especial para combatir a la delincuencia organizada? La Guardia Nacional no está capacitada para ello. Los resultados están a la vista. México es un país azotado todos los días por la violencia de grupos delincuenciales perfectamente organizados. La inseguridad va al alza y la autoridad responsable ni suda ni se abochorna. Y López calla. Su cinismo no tiene parangón.

No encuentro en el actual presidente de la república visos de estadista. El jurista peruano Carlos Hakansson lo describe de manera muy puntual: «A un estadista se le reconoce inmediatamente, especialmente por su carisma, por la generalidad de su pensamiento, por su carácter, por su temperamento y por su perspectiva política central, que es la de hacer del Estado un instrumento al servicio de la Nación».Apunta también que la observancia de la prudencia es esencial en las cualidades de un buen gobernante, que se trata de una virtud que estriba en ser capaz de poner los medios necesarios para solucionar casos concretos, y que cuando se carece de ella es muy factible que se generen desconcierto y confusión. De ahí la relevancia de que el gobernante la posea, porque es en mucho la que le da al país estabilidad política. Se trata, infortunadamente, de un bien escaso en el mandatario mexicano. Es un político que no sabe escuchar ni permite el ser aconsejado. Por eso sus consultas disparatadas y la inclusión de una revocación de mandato en la Carta Magna hecha a modo y con las extremidades inferiores de su mayoría incondicional en el Poder Legislativo y rematada con la cobardía de sus cuatro vasallos que cobran como ministros en la SCJN. Es un individuo presa de sus arrebatos emocionales, incapaz de consensuar con la expertis de otros, aunque esto sea de sentido común, sobre todo por la responsabilidad que su mandato conlleva. Da opiniones disparatadas en las que exhibe su ignorancia sobre el tema y el encono que las mueve. Es incapaz de darle espacio al discernimiento.

La solidez de un Gobierno no se sostiene con declaraciones mediáticas que levantan polvareda, tampoco con burlas, ni acusaciones sin sustento, ni con frases cargadas de ironía, ni exhibiendo la genuflexión del gabinete del que se ha rodeado y con el chocante estribillo de que él es puro y blanco, aunque esté espumeando la inmundicia y la hediondez se haga cada día más insoportable. Ya es hora de que los mexicanos dejen de centrarse en el Poder Ejecutivo y vuelvan la vista a la elección del único cuerpo colegiado que por mandato constitucional le puede poner fin a esa lacra denominada presidencialismo. Hay una elección infinitamente más relevante que es la del Poder Ejecutivo, lo subrayo, la de los diputados y los senadores, que al grueso de los nacionales les pasa de noche. De modo que los invito respetuosamente a conocer al Poder Legislativo. Hay tiempo para ilustrarnos y votar de manera informada y responsable en 2024.

Licenciada en Derecho, egresada de la UNAM. Posee varios diplomados, entre los que destacan Análisis Político, en la UIA; El debate nacional, en UANL; Formación de educadores para la democracia, en el IFE; Psicología de género y procuración de justicia. Colabora en Espacio 4, Vanguardia y en otros medios de comunicación.

Deja un comentario