El INE, la Corte y el presidente

El presidente López Obrador actúa a partir de mitos y fijaciones cultivadas en su trayectoria de opositor. No es una persona de estudio; sus intervenciones espontáneas dan cuenta de ello. Lo suyo son la intuición, la sensibilidad hacia lo popular y una singular persistencia. Por su distancia de la escuela se pronuncia que sus colaboradores tengan tan solo 10% de conocimiento o experiencia.

El presidente no tiene libertad de expresión, ya que es un derecho de los gobernados, no de las autoridades. Los gobernantes tienen restricciones y obligaciones en el tema comunicacional. La publicidad está limitada y se impide durante los procesos electorales. Pero, más que eso, las autoridades tienen la obligación de informar bajo criterios de objetividad, veracidad e imparcialidad, haya o no elección de por medio. No hay espacio para la opinión, mucho menos para atacar a terceros.

Los gobernantes populistas se han desentendido del criterio de que el jefe de Estado debe representar a todos y apegar su conducta a la ley. El escándalo del presidente Trump por azuzar a sus seguidores, lo que desencadenó en la toma del Capitolio es consecuencia de un régimen incapaz de contener los excesos de su presidente.

Es a la Corte, no al INE, a la que le corresponde precisar los límites de un presidente sin autocontención, a grado tal que confunde propaganda con información. No se puede insultar, acusar y sentenciar a medios, particulares o adversarios desde la tribuna presidencial. Nada tiene que ver con su investidura, mucho menos con que una autoridad haga uso de la calumnia y del denuesto como forma regular de expresión.

Al respecto, la Segunda Sala de la Corte ha señalado —Libro 54, mayo de 2018, Tomo II— que la información emitida por el Estado, sus instituciones o funcionarios debe ser de relevancia pública, veraz, objetiva e imparcial, esto es, «se requiere que carezca de toda intervención de juicios o valoraciones subjetivas que puedan ser consideradas propias de la libertad de expresión y que, por tanto, no tengan por fin informar a la sociedad sino establecer una postura, opinión o crítica respecto a una persona, grupo o situación determinada».

El INE tiene que aplicar una ley que es restrictiva de la libertad de expresión de los ciudadanos y de la comunicación institucional de las autoridades. Lo grave es lo primero, no lo segundo. Esta regresión fue resultado del sentimiento de culpa del desenlace de la elección presidencial de 2006. Quien ahora se resiste fue en muchos sentidos promotor de tal restricción. Al INE le corresponde aplicar la ley, al presidente acatarla, así de simple. La ley no se vota, por lo que una consulta popular no tiene sentido.

Ha llegado el momento en el que la SCJN haga valer la inconstitucionalidad del activismo mediático del presidente. No es una cuestión electoral, es mucho más relevante: la obligación de las autoridades de respetar la dignidad de las personas y someter su conducta a la ley.

Instalados en el cinismo

Ni a cuál irle: al senador ahora virtual candidato a gobernador de Guerrero, Félix Salgado Macedonio o al doctor Hugo López-Gatell, responsable gubernamental contra la pandemia. Ellos no son excepción, sino justa medida de la degradación de la política a la que ha llevado la polarización. A manera de blindaje, el presidente López Obrador y su movimiento se han instalado en el cinismo. Acontecimiento inaudito: la defensa que hiciera el presidente de un funcionario documentadamente responsable de que el país sea el peor caso en el manejo de la pandemia. La tasa de letalidad habla por sí misma, aunque el presidente tenga otros datos.

Sobre el flamante candidato a gobernador pesa la acusación de violación. Una ininterrumpida trayectoria de arbitrariedades y excesos la vuelve creíble. Que haya ganado la encuesta del Morena para la selección de candidato —resultado creíble— revela que el cinismo también es la vía para la popularidad. No son tiempos de mesura ni prudencia. La pregunta no es qué hará el presidente y su partido una vez que Salgado Macedonio sea gobernador, sino qué habrán de hacer los guerrerenses, de por sí golpeados por la pobreza y la criminalidad. Lo que ocurre en Morelos con Cuauhtémoc Blanco no es consuelo. Una vista a lo que fue la gestión de Salgado Macedonio en la alcaldía de Acapulco daría cuenta de la calidad del personaje como autoridad. Las aguas residuales en lo que es una de las más hermosas bahías del mundo son metáfora de lo que vendría.

Del doctor López Gatell se ha dicho todo. Hasta en el mismo gobierno enfrenta reserva. El canciller Marcelo Ebrard y Claudia Sheinbaum, jefa de gobierno de Ciudad de México, tienen que soportarle en su soberbia, desplantes e incompetencia. El respaldo que goza del presidente, aunque incomprensible es real y frente a esa voluntad más vale acomodarse. La biografía no da tanto para calificarlo funcionario mundialmente ejemplar, aunque para quien le protege se vuelve todo un dato el que haya sido virtualmente defenestrado por el presidente Felipe Calderón. Como quiera que sea, a los funcionarios se les juzga no por sus antecedentes, sino por sus acciones y particularmente por los resultados.

El doctor López Gatell requerirá de inmunidad legislativa. Su futuro después de 2024, si el presidente persiste en protegerlo, será diputado o senador. De otra forma es muy probable que enfrente una acción legal por su responsabilidad criminal en el manejo de la pandemia. Así de sencillo. Nada para sorprender si ya se está instalado en el cinismo.

Desde ahora se advierte la debacle política y moral del proyecto lopezobradorista. En todos los sentidos el país acabará peor de lo que lo dejó el gobierno más corrupto de la historia reciente. La polarización ha llevado a la pérdida de proporción sobre los límites en el servicio público y en la política. Para 2024 México será más corrupto, más pobre, más desigual, más violento y ciertamente mucho más infeliz. Legado de la incompetencia acompañada de la soberbia.

Autor invitado.

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