Desde mi mesa de trabajo, en medio de libros y obras de arte colgados en la pared, contemplo un mapa de mi patria. El trazo que perfila su figura delinea sus fronteras y reflexiono sobre el elemento más valioso de su territorio: su gente. Y pienso:
Pueblo de cultura imperfecta, mal formado por un indolente intelecto vulnerado por la indisciplina recurrente, desinteresado de la política y poco atento —las más de las veces ignorante incluso— a los signos de cambio de su tiempo y a las señales que configuran la contundente realidad en que transcurre la existencia. No tiene conciencia, ni siquiera la menor idea de cómo orientar sus pensamientos en torno a los asuntos más vitales de esta patria que tengo representada ante mis ojos.
Sigo pensando e imagino a su gente distribuida a lo largo de la superficie que recrea el mapa y reflexiono: no, no tienen ninguna opinión formada respecto a ningún tema, tampoco tienen la preocupación por adquirirla.
Y ante ese panorama desolado se decide por lo peor: no tomar partido por nada. Y entonces la indiferencia, la indolencia y la negación ocupan el sitio más privilegiado de su mente. Por eso el pueblo (palabra preferida por el presidente) se mantiene desocupado, aislado de todo, desentendido de todo, sin asumir ninguna responsabilidad, mas que de algunas de carácter teórico, hipotéticas, que no implican compromiso; por cierto, siempre aplazables.
En contraparte, unos cuantos, de conciencia en este país, participan en un esfuerzo sano por dilucidar un destino colectivo por ahora incierto. También por eso sus soluciones tienen un carácter abstracto y vano porque están desprovistas de todo nexo con la realidad y, por ello, no son acompañados por ninguna urgencia ni exigencia de concretarlos.
Por esa razón la pasividad es siempre mayor a los impulsos que orienten cualquier decisión hacia la participación ciudadana de conciencia. Este pueblo está hecho para la espera, en efecto, la espera constituye su forma de vida más distintiva.
En este país se vive claramente una existencia que está regida por una permanente provisionalidad, sin más futuro que el presente inmediato, siempre sometido a constantes oscilaciones de ánimo, cuyos diferentes estados no duran mas que un instante.
Este país de desmoronamiento veloz por todos los vicios de raigambre profunda que lo aquejan sin freno —como la corrupción que no ha sido tocada ni alterada por la 4T aunque sostenga públicamente ese discurso—, han sido el caldo de cultivo perfecto para construir un territorio a modo para el exceso personal, llevado a cabo bajo el amparo institucional. A ese escenario se suma todo el abuso público que puede ser cometido sin riesgo ni cargo de conciencia a sabiendas de que el horizonte se encuentra despejado de toda posibilidad de justicia.
Mi reflexión en este punto se detiene y me obliga a formular la siguiente pregunta. ¿Por qué? Y la respuesta me abisma por su contundencia: no lo sé. Vacío en mi mente.
Los habitantes de este país son gente bullidora, claramente hospitalaria, flexible para lo extremo y disponible —no dispuesta sino en efecto, sólo disponible— para cualquier contingencia o eventualidad que se presente.
Si vuelvo a observar, veo que la sociedad entera presenta el rostro comunitario de aspecto risueño, despreocupado hasta el extremo, bromista hasta bordear los límites de la irresponsabilidad, rápida para acoger de buen grado y mejor talante —incluso sin que pase por el más mínimo examen de todo cuanto traiga novedad y posibilidad de distracción—, reacio a ver la codicia en los mandos superiores, la exigencia imperial de sus jefes, la política burda, la descomposición visible en el perverso actuar de sus dirigentes (en todos los ámbitos: iglesia, escuela, universidad, comercio, policía, gobierno) y, sin embargo, tan lleno de recursos —esos sí inagotables— frente a las adversidades.
En este país su pueblo suple con extraña naturalidad su innata negligencia a base de imaginación, gracias a una entrega total, amorosa, a una especie de totalidad antojadiza, caprichosa e improvisadora que tiene, por supuesto, algo de bestialidad porque es incapaz de calcular y adquirir otra visión del futuro que no sea la de su propia sombra proyectada en un superfluo agasajo continuo y artificial.
Ese es su signo, replicado una y mil veces en el comportamiento de sus gobernantes, incapaces de superar el embeleso de contemplarse en ese espejo que les devuelve a su imagen y semejanza los duendes y fantasmas que no dejan crecer a mi patria.
Si no vea usted. ¿A qué viene ese arranque de ira del presidente López Obrador que, en un eco del pensamiento de la no primera dama, amenaza con una ruptura (pausa, dijo él) con España, país de raigambre y vínculos esenciales, aunque luego ante tamaño desliz se vea obligado a recular? ¿Y la diplomacia, mi presi?
¿Por qué improvisar culpas contra periodistas y medios de comunicación para paliar el fracaso de su discurso moralista y su burdo mesianismo, sólo porque, en cumplimiento de su deber profesional, sacan a relucir los lujos con que viven sus allegados y aquí si al presidente reclamar el derecho de vivir según el deseo y las posibilidades económicas de unos para negar ese mismo derecho a los otros?
¿Cuál es la razón de no querer quitarse la venda para mirar la mortandad que el crimen organizado ha convertido en verdadero festín del diablo durante su sexenio y representado muy bien por las fosas clandestinas, los colgados en los puentes y los ejecutados en cualquier calle de pueblo? Su indiferencia y su falta de sensibilidad lo hacen cómplice de todos los crímenes cometidos en este país. No me cabe la menor duda.
Así es México, improvisado, indiferente, insensible, impúdico, inmoral, sordo, ciego, mudo, colérico, beligerante, carente de inteligencia, imprudente, ignorante, enfermo… Cuando pienso en los millones que votaron por esta figura, pienso también que acertaron pues estaban eligiéndose a sí mismos.
Bueno, no me haga caso, son sólo pensamientos que en mis ratos de quietud después de mi jornada de trabajo fluyen, como ahora.
Vuelvo a contemplar el mapa de mi país y ya no puedo sostener la línea de mis reflexiones y en el siguiente instante, como un mal augurio que espero no esté en mi futuro inmediato, el mapa —mi país— desaparece ante mis ojos.