López Obrador de siempre ha sido hombre de pleito. Así entiende la política y así ha transitado desde un lugar tan remoto como Macuspana para llegar a Palacio Nacional. Sus pleitos han sido la constante. Y ahora como presidente de todos los mexicanos le da por pelearse con los órganos autónomos, con el INE, con la Corte, con el Tribunal Electoral, con importantes empresas hispanas, con sus adversarios, con los medios, con las organizaciones de la sociedad civil, con las feministas, con los padres de niños con cáncer, con toda una constelación de nombres a quienes él llama por igual mercenarios, golpistas, conservadores. En la más reciente edición echó pleito a la canciller de Panamá, al Gobierno español y a varias empresas a las que acusó de pillos, sin prueba o denuncia de por medio.
Se supone que un presidente no tiene enemigos, tampoco amigos, porque la investidura y el poder que le acompaña obliga a mantener distancia de las pasiones, tarea imposible en López Obrador, quien personifica, para bien y para mal, la pasión en su mayor intensidad. No muy distinta a López Portillo, pero eran otros tiempos y otro el régimen político; además, las pretensiones de su proyecto ni por mucho alcanzan a las de la llamada cuarta transformación, en referencia a la etapa que sigue de la Independencia, la Reforma y la Revolución.
Todos los pleitos del presidente son serios y a considerar, pero ninguno peor que el pleito que trae con la legalidad; y, por lo visto, los senadores de su propio partido no advierten que el mandatario tiene límites, que su embestida al margen de la ley contra un periodista no es asunto de la persona agredida, sino de todos, por dos consideraciones: un presidente que se desentiende de la ley en aras de la defensa de su propio proyecto conduce, inevitablemente, a la ruptura del orden legal y constitucional; combatir la libertad de expresión por medios ilegales por el hombre más poderoso del país representa una afrenta mayor al sistema democrático y al régimen de libertades. Tampoco puede reñir a costa de la legalidad. Decir que él personifica a la nación es una ofensa a la razón y la base para una construcción totalitaria. Bajo esta premisa estar contra el presidente es traición.
Como tal, su pleito es con la democracia y con el régimen constitucional. La Consejería Jurídica debió decirle que el INAI no puede atender su exigencia de que se investigue y se dé a conocer la información personal protegida por la ley. El presidente podrá invocar la más seria de las agresiones a su proyecto histórico por el más perverso de sus enemigos, pero esa no es razón para que las autoridades le concedan lo que la ley no da derecho, ni a él ni a las mismas autoridades a las que solicita la información.
El presidente ha hecho de su embestida contra la libertad de expresión un ridículo intento de victimización. Por impulso, impericia y desdén a sus colaboradores incurrió en una conducta ilegal al dar a conocer los infundados ingresos del periodista Carlos Loret. No importa el aval de los gobernadores afines o de sus correligionarios en el Senado, se cometió una falta grave y lo peor que puede hacerse es echar montón con la absurda tesis de que los reportajes que motivan el enojo son la embestida de los conservadores en búsqueda de proteger sus privilegios.
El presidente degrada la palabra y como es su inclinación por el pleito hay insulto, hay descalificación y, ahora, victimización. Es el hombre más poderoso del país, con inigualables recursos de poder, además dispuesto a actuar en los márgenes de la legalidad. Los factores de contención de la democracia actúan con temor y timidez, lo que propicia la convicción de que se está en lo cierto o que no hay mucho qué perder porque no hay oposición. Sin embargo, la legalidad no admite coartadas. Se cumple y se acata, no se puede invocar un valor superior como la justicia o la legítima defensa ante el supuesto golpismo conservador.
La polarización ya no se dirime en el veleidoso terreno de la política. Se ha trasladado al espacio de la legalidad. Para desgracia de López Obrador y del país, su actuar, particularmente el de los últimos días lo expone y deja al descubierto el peor lugar en el que se pudiera estar: su desprecio por la legalidad.