Del presidente López Obrador se tiene una idea errónea. Así es, porque en el juicio de muchos es el que aflora de sus singulares mañaneras. Coincido en buena parte con la idea que de esto tiene Jorge Zepeda, y especialmente en la de que el presidente sí atiende a lo que se dice en los medios.
El presidente lee o escucha a sus críticos, pero lo hace de manera diferente. Le sirven de impulso para promover su proyecto. La confrontación con los periodistas es para acreditar su propuesta y alertar a los suyos y no tan suyos de la inquina y perversidad de los adversarios, quienes utilizan los medios en la defensa de sus aviesos intereses. La verdad no cuenta, sí y mucho lo creíble, terreno en el que se maneja con singular habilidad el ahora presidente, como también lo ha hecho su par Donald Trump, a quien la mayoría de sus votantes le creen que la elección le fue robada.
Buena parte de los editorialistas, alejados de un sentido de cuerpo hemos perdido hasta hoy la batalla de la opinión pública. Así es porque la información pesa mucho más que la opinión, también porque el presidente no pierde ocasión para hacer valer su interpretación de lo que ocurre y así va construyendo su realidad, que es también la de muchos otros. No es la realidad de la reflexión rigurosa, tampoco la de los datos, sino la que se desea decir y escuchar. Es la verdad que absuelve de responsabilidad, condena al pernicioso y da esperanza al gobernado, seguramente infundada, ilusoria, pero al fin esperanza.
Las palabras se degradan; las del poder y las de la crítica. No valen por sí mismas, sino por lo que el receptor esté dispuesto a convalidar. Mientras el país naufraga por un gobierno que privilegia la adhesión pública a contrapelo de las buenas razones y obligadas cuentas, objetivo que se ve plenamente cumplido en lo bueno (la opinión que favorece), pero sobre todo, en lo malo (el desastre de los resultados).
De la misma manera con la que el presidente da cuenta de los opinadores, lo hace con la historia. Lo de él no es una lectura para aprender, conocer o entender, sino para confirmar, para validar lo que ya se cree y encontrar una razón superior de destino manifiesto, originario. Superficial sí, maniquea también, pero consistente con el propósito de legitimar el proyecto con la historia.
El tiempo pasa y el ciclo del poder se va cumpliendo. La madre de todas las batallas será la elección de diputados. El partido gobernante en lo nacional ganará muchas gubernaturas, perderá muchos ayuntamientos y seguramente quedará corto de la anhelada mayoría absoluta de la Cámara. Por eso las alianzas cuentan, porque la lógica que imponen las cifras de la democracia se cotejan con el pragmatismo al que obliga la aritmética no solo de las elecciones, sino también del ejercicio de poder y el de su contención, arena que habrá a darse en el pleno legislativo y sus procesos, con el voto de sus legisladores.
Los partidos en lo mismo
A los partidos —todos— se les dificulta entender a la sociedad a la que dicen representar. Lo mismo el Morena, el PAN o el PRI no advierten la magnitud de su descrédito y su disfuncionalidad. Insisten en un amoral pragmatismo en la búsqueda de cargos. No hay lectura rigurosa de lo que ocurrió en 2018, tampoco de lo que deja la pandemia. Están en lo de siempre, lo único seguro será prolongar la crisis y el descontento.
El partido gobernante hace todo, igual que el PRI en el pasado, para cumplirle al presidente ganar la mayoría en la Cámara de diputados. De todo se valen, lo mismo postular candidatos ajenos al proyecto político, que suscribir asociaciones con quienes son la negación de lo más elemental del sentido ético del lopezobradorismo.
El PRI y el PAN cayeron en la tentación de conformar electoralmente un bloque opositor. Al menos no fue una coalición total. Hay que insistir, en la lógica política y aritmética de la integración de la Cámara de diputados; si ese fuera el objetivo, la mejor manera de evitar que el bloque gobernante se hiciera de la mayoría absoluta sería trasladar la contienda al ámbito local y a una competencia a partir de la pluralidad. Hacer al Morena el partido a vencer caen en el terreno de mayor debilidad, esto es, una contienda nacional con referencia a López Obrador.
Las coaliciones debieron ser selectivas. Se entiende la de Sonora y más con la candidatura de Ernesto Gándara, quien se perfila para ser el ganador de la elección en sus propios términos. También la fortaleza de Clara Luz Flores en Nuevo León, quien por sí misma lleva ventaja importante desde el inicio. Los dos casos son ilustrativos de que es la candidata o el candidato quien genera fortaleza y esto ocurre a partir de lo local, no de lo nacional.
El PRI tiene una deuda con el PAN. No es pecado propio, pero sí fue copartícipe, aunque no beneficiario. Esto es, el haber utilizado las instituciones del Estado para intentar sacar de la contienda presidencial a Ricardo Anaya. El daño fue mayúsculo y esa pretensión llevó a que López Obrador arrollara en la elección y que se hiciera de una sólida mayoría parlamentaria. El PRI nacional apesta a corrupción. Como en el pasado, recurre al tiempo para desentenderse de sus pecados. Mientras que el tricolor no defina postura respecto a Carlos Salinas y Peña Nieto, difícilmente habrá de representar algo digno en la política nacional.
Las fijaciones de los partidos —del gobernante obsequiarle la mayoría absoluta de la Cámara al presidente y del bloque opositor evitar que esto ocurra— los hace ignorar la razón de su origen y el sentido de su causa. El voto es un medio, no es un fin, así como la elección es una obligada aduana para avanzar en el proyecto que se postula. Mientras, el deterioro y la degradación de las instituciones de la política habrán de continuar. Por un lado, el caudillismo, por el otro la oposición sin proyecto qué defender que no sea ganar para frenar. Por mucho que se quiera, es insuficiente, en especial, para la oposición, y la necesidad de evitar la devastación en curso.