Walter Benjamin, el gran filósofo alemán, crítico profundo de Heidegger y de Husserl, es considerado, entre otras gran des virtudes, como el filósofo de la memoria. Su sistema de pensamiento se sitúa en el lado de las necesidades; necesidad de recuperar, renombrar y rememorar lo perdido a fin de reivindicar los valores de ese universo invalidado por la historia oficial.
Ese mundo al que Benjamin se refiere es el de los vencidos, los que han sido borrados por la historia que hacen los ganadores para reescribir la propia a partir de la supresión de los otros, de sus valores, de su pensamiento, de su lengua, de su cultura.
Esta idea de la memoria histórica presente en el pensamiento filosófico del siglo XX y plasmado perfectamente por Benjamin, consiste en nombrar las cosas por su verdadero nombre, sin eufemismos que las diluyan ni lirismos poéticos que las exalten como si estuvieran muertas. Es decir, es todo un acierto porque les reintegra lo perdido; las vuelve a la vida, pues.
En el núcleo esencial de la filosofía de Walter Benjamin, se encuentra la clara advertencia de que las formas de la racionalidad contemporánea, lejos de conducir a la sociedad de hoy hacia mejores formas de relación, generan en realidad una mayor irracionalidad y contundentes formas de barbarie.
En su tiempo, y a lo largo de toda su obra, Benjamin fue un denunciante incansable de la falta de memoria histórica, de cuya consecuencia resulta el olvido de lo ocurrido en el pasado que nos obliga a estar empezando siempre con el curso de la historia. También hizo que pusiéramos la atención en la manera como se difunde la historia de cuyo relato siempre salen favorecidos los poderosos.
Por eso ahondó en la necesidad de construir nuevas tradiciones históricas; es decir, resaltar las historias alternativas a las dominantes y resaltarlas desde su propia circunstancia, dese su propio núcleo de desenvolvimiento.
Este conjunto de ideas provenientes del pensamiento de Walter Benjamin, son importantes para lo que deseo abordar hoy en mi artículo porque es, precisamente, lo que hoy nos ocurre en el pensamiento histórico mexicano, sobre todo si lo observamos desde la narrativa del poder gubernamental.
En efecto, desde la narrativa construida por la 4T, tenemos un gobierno cuyo foco de atención son los pobres, el pueblo, los desposeídos, los que menos tienen. Y eso podría ser maravilloso si no fuera porque, en realidad, constituye una falacia, una mentira construida desde el espejismo que proporciona el lenguaje: son eufemismos, sácale vueltas para no abordar desde la realidad lo que en verdad ocurre con los pobres (que en este sexenio se han multiplicado), el pueblo, los desposeídos, los que menos tienen.
Esta manera de concebir la historia, la falsifica. Hace apenas unos días el presidente de la república rindió su tercer informe. El documento constituyó la mejor manera de ejemplificar lo anteriormente dicho. Es un relato que pone de manifiesto lo que el presidente ve: otro México, lleno de pobres, sí, y a los que se les contempla con un lirismo romántico en su sentido más frívolo.
Por eso también, sin problema de por medio, se les puede vejar y humillar cada vez que los forma en largas e interminables filas para hacerles entrega de una dádiva, con tintes de caridad despreciativa, en forma de beca o de pensión universal. Patrañas. El trasfondo es un sentido de manifestación de poder ante cuya relación se exige la sumisión. Ni el PRI en sus mejores tiempos logró este grado de destrucción de la conciencia ciudadana como lo ha hecho el actual presidente con la complicidad de su partido político.
Si el presidente contemplara la historia desde otra perspectiva se le destruirían todos los espejos que respaldan su particular visión del pueblo de México y sus pobres. El efecto positivo se reflejaría de manera inmediata al pensar políticas públicas que contribuyeran a desterrar la pobreza entre la población mexicana; con políticas públicas innovadores se podría construir una planta productiva nacional que diera empleo a todos; con políticas públicas inspiradas en un sentido social se podría fortalecer un sistema de salud que otorgue las garantías de la salud colectiva; con políticas públicas de alcances humanísticos se le podría hacer justicia a todos aquellos que a diario son víctimas de la delincuencia organizada; con políticas públicas solidarias se podrían reivindicar a todos aquellos que no han sido atendidos por las instituciones: desaparecidos, fosas clandestinas, feminicidios, migrantes…
Nuestro presidente es muy dado a sentirse el nuevo mesías (aunque sea tropical) y compararse con la élite de los grandes hombres transformadores de la historia, ¿sería mucho pedirle que, de perdido, se compare con Walter Benjamin (dicho con ironía, por supuesto)? Digo, sería mejor ser el promotor de nuevas tradiciones históricas, promotor de las otras historias (ahora sí, las de los pobres que padecen el crimen organizado, la pobreza, el desempleo, las instituciones de servicios en total desarticulación, las víctimas de feminicidio, secuestro, desaparecidos…) a fin de que emerja la situación real de un pueblo (en el sentido de colectividad) que padece los embates de una realidad que los pone en situación de extrema vulnerabilidad.
Sé que es demasiado lo que pido, nuestro presidente no se distingue por ser un individuo donde el pensamiento y la razón se vean privilegiadas. Pero si él no, ahí están sus asesores que muy bien podrían echarle una ojeada (y otra hojeada) a la obra de Walter Benjamin para tratar por lo menos de entender las distintas perspectivas que podemos tener de la historia y tratar también de construir otra narrativa que parte desde los pobres, los reales, no los espejismos que se ha construido el presidente.
Estoy seguro de que, si se realiza este ejercicio, la teoría y la praxis emancipadora, tan buscada por el presidente en su vago pensamiento, encontrarían una carga de mayor empuje y de un mayor anhelo de justicia. Su lucha por los oprimidos dejaría de ser ilusoria porque iría acompañada de la osadía y la verdadera sed de redención inscrito en un auténtico programa de gobierno.
Es una utopía, claro. ¿A poco el presidente y su séquito de partido piensan en un sujeto político emancipado, más plural y heterogéneo que los pobres a los que todos los días mencionan desde sus tribunas? Jamás.