Si Dios existiera, habría que suprimirlo…
Bakunin
Mallarmé, el creador del Impresionismo literario, y uno de los escritores incluido en el libro Los poetas malditos de Paul Verlaine, encontró una feliz creatura para el engrandecimiento de su obra poética: el fauno, una entidad que quiere ser dios, que se siente dios porque se sabe amargamente en su fuero interno una creatura sin Dios.
El proceso transformador que sigue el fauno consiste en anular a Dios para crearse dios de sí mismo para descubrir después, con horror espeluznante, la imposibilidad de lograrlo. Los poetas románticos alemanes lo supieron con absoluta certeza.
En efecto, el pensamiento filosófico del siglo XIX recogió esta tendencia y llegó a pensar que los hombres no serán semejantes a los dioses; van más allá, con una osadía que a veces parece trascender los límites de una razón equilibrada. El hombre del siglo XIX piensa a Dios, pero cree firmemente que el hombre es o será divinidad, que será el futuro de la historia porque será dios de sí mismo.
A esta actitud puede llamarse de dos maneras: soberbia, en primera instancia, pero con mayor rigor: idolatría.
La percepción que tengo acerca de la idolatría en los tiempos contemporáneos no es distinta de las idolatrías de los tiempos antiguos, es decir, venerar a falsos dioses. Pero a diferencia de las idolatrías antiguas, las modernas convierten al hombre en dios de sí mismo en permanente proceso de auto-adoración. La creación de los ídolos —dice Ramón Xirau— brota de una tentación: querer ser como Dios, donde el «como» se transforma en un signo de identidad.
El nexo con la anterior afirmación puede encontrarse en la filosofía de Hegel, en donde el grado más alto de la espiritualidad —Dios— está representado por el Estado y, particularmente, por el estado alemán. Es decir, el Estado es visto como la sustancia social consciente de sí misma. En otras palabras, esto es un totalitarismo y, mínimamente, un autoritarismo.
Como consecuencia de lo anterior se abre el umbral para que nazcan los ídolos y, con ellos, se apersonan en el mundo los dioses tiranos modernos. Esos mesías actuales, abundan en el marco de las democracias débiles latinoamericanas que terminan por engendrar a pequeños dictadores que se creen dioses. Su sello distintivo es el autoritarismo —utilizo el término con prudencia para no llamarlo totalitarismo—. El autoritarismo siempre lleva a la desesperanza, a la incertidumbre, porque se funda en el nihilismo.
Para que resurja la esperanza entre los seres vivos en una sociedad deben, con una convicción irrevocable, darse cuenta que el hombre no es Dios ni dioses sus obras. Los seres vivos deben recuperar la armonía para abandonar las idolatrías y cerrar la posibilidad del regreso de los ídolos al entorno de los asuntos de vida cotidiana.
¿A qué viene todo esto? Veo con preocupación que el inquilino de palacio, ciertamente legitimado por el sufragio de una democracia endeble que justifica su existencia en apenas uno de los muchos componentes de la democracia: el voto, es la cabeza visible del retorno de los ídolos transfigurados en dioses.
Y el dios, ciego de soberbia, exige la idolatría de un coro de ángeles sumisos, despojados de todo vestigio de crítica. Y en ese furor enloquecido y fuera de control, se siente el dios creador a partir del cual el mundo es.
Si no es así, ¿de qué otra manera se explica que desde el pequeño trono amurallado de Palacio Nacional, el dios todopoderoso cree firmemente que sus obras —sembrando vida, por ejemplo— son el modelo que sigue el mundo para encontrar la salvación del planeta? ¿Por qué nadie le ha dicho que, desde los planteamientos del arte contemporáneo —siete mil robles del artista Joseph Beuys—, mejores intentos se han hecho con grandes logros ya materializados y certificados por la realidad?
¿Cómo se justifican sus dichos en torno a que el respeto de los derechos humanos de los migrantes es absoluto, cuando ese enorme drama humano que se mueve desde Chiapas a la ciudad de México es golpeado, perseguido, amedrentado y asesinado por la Guardia Nacional, los policías estatales y municipales con la colaboración de los agentes de migración en las carreteras del país? Criminal.
¿Por qué la indiferencia ante los casi 440 mil muertos provocados por la pandemia y reconocidos por las autoridades ante la imposibilidad de ocultarlos? Esas muertes deberían ser motivo de una reflexión serena para que el dios-hombre-estado pusiera los pies en la tierra, que es donde se resuelven los problemas de las instituciones de salud, no en la imagen idílica de un sistema de salud como el de Dinamarca.
¿Por qué el dios proclama el triunfo sobre la violencia desencadenada por los cárteles en el país cuando la realidad lo desmiente cada día en Zacatecas, Guanajuato, Michoacán, Nuevo León, Estado de México donde los muertos se cuentan por miles?
¿Por qué el que se siente dios no puede ver al pueblo, a ese que tanto proclama como núcleo de interés y privilegio, hundirse en el pozo profundo de la pobreza y donde se diluye toda expectativa de crecimiento y desarrollo, único sitio donde se encuentra la posibilidad del bienestar?
Y ya no sigo más porque mejor aventuro la siguiente reflexión: Cada generación que vive dentro de una sociedad, cada partido político, cada político encumbrado en el poder, tiene que cuestionar su misión, preguntarse si la ha cumplido o si la ha traicionado.
Este ejercicio debe realizarse a la luz de acontecimientos como los arriba mencionados. Volverse a preguntar acerca de su misión histórica. Cuestionarse en torno a si el hombre es su obra, entonces la urgencia es la construcción de la nación. Preguntarse si esa construcción traduce la voluntad manifiesta del pueblo, entonces también la construcción nacional debe ir acompañada por el descubrimiento y la promoción de valores universales que le permitan al pueblo liberarse de todos los males nacionales que hoy le aquejan. Eso lo hará presente en el escenario de la historia. Eso también cerrará la puerta a toda tentación para aspirar a que regresen los dioses convertidos en ídolos que en su afán de ser idolatrados pierdan la perspectiva de los problemas de fondo que padece la sociedad entera, como la mexicana de los tiempos de López Obrador.